Un camino de santidad
y martirio
Flavio Peloso
Madrugada del 4 de
febrero de 1910. Un humilde sacerdote sale de la iglesia de "Sant'Anna dei
Palafrenieri" en el Vaticano para iniciar una de sus jornadas, llena de
fatigas entrelazadas con incesante oración.
Las iglesias están todavía cerradas; las calles desiertas; el viento
mordaz sacude los residuos perezosos de la noche. A buen paso se encamina hacia
la estación y llega, mientras la claridad del día va extendiéndose, a la
avenida Vittorio Emanuele, cerca de la fuente de la "navicella", al
lado de la calle. Este cura del norte mira alrededor, nunca saciado, fascinado
por la grandeza cristiana de Roma, motivo de sentimientos y sincera oración. Delante
de la nueva iglesia inclina la cabeza vertiendo una invocación a su querido San
Felipe Neri, "Pippo bono", como también suele llamarle.
La vista se alza para contemplar fugazmente la magnífica
fachada diseñada por Rughesi. De rodillas y casi encorvado sobre el peldaño
delante del postigo aún cerrado, hay una masa negra, inmóvil. Una figura en
actitud absorta y casi arrebatada. Don Orione - era él este cura del norte - se
siente empujado a acercarse; tiene la impresión de que sea un sacerdote: sus manos
juntas y una profunda piedad se lo hacen creer... Es de estatura superior a la
media; el hábito y el sombrero están limpios pero muy pobres y desteñidos. Sin
embargo hay en él algo que habla de candor y firmeza en la voluntad de bien.
"¿Quién
eres?", pregunta Don Orione.
"¡Soy un hijo de
la Divina Providencia!", responde el sacerdote.
"¡También yo soy
hijo de la Divina Providencia! Pues entonces me perteneces un poco, sonríe Don
Orione. Tengo una congregación cuyos miembros se llaman Hijos de la Divina
Providencia".
El desconocido se
levanta. Los dos sacerdotes se miran a los ojos: la sonrisa de Don Orione
atrae, como un imán, la sonrisa del otro. Se ha entablado una amistad.
Se acompañan
tranquilamente en la calle todavía silenciosa, atraídos por una inmediata y
recíproca simpatía. Aceleran el paso porque es tarde para Don Orione que no
puede permitirse el lujo de perder el tren: muchas cosas le esperan. Mientras
hablan una atracción mayor vierte al corazón del desconocido seguridad y
confianza que se resuelve en confidencia.
Es español,
sacerdote. Ha venido a pie desde Valencia, en peregrinación de penitencia, para
implorar a Dios que le enseñe el camino que debe seguir: necesita mucha luz
interior. Hasta hoy no ha hecho otra cosa que vagar siguiendo un gran sueño de
amor, de evangelización, de santidad.
"Vete a la
Iglesia de Santa Ana, preséntate en nombre mío y espérame", concluye Don
Orione. "Dios nos inspirará y la Santa Virgen nos llevará de la
mano!".
De este modo el Padre
Ricardo Gil entró en la órbita de Don Orione; y, ocurriendo todo aquello que
había afirmado graciosa y proféticamente en aquella fría mañana de febrero,
terminó como un Hijo de la Divina Providencia.
La historia de uno de
tantos sacerdotes, heroicos testigos de la fe y mártires durante la persecución
religiosa en España en 1936, se inicia así, en las puertas del Vaticano.