San Francisco Javier, presbítero
3 de diciembre
Francisco de Jasso "de Javier" nació en el castillo de Javier ubicado en lo que en la actualidad es la localidad de Javier, Navarra, entonces reino independiente y actualmente España, el 7 de abril de 1506 en el seno de una familia noble. Su padre, Juan de Jasso, era Presidente del Real Consejo del Rey de Navarra Juan III de Albret. Su madre fue María de Azpilicueta. Era el benjamín de cinco hermanos: Magdalena, Ana, Miguel, Juan y él mismo. En 1524 Francisco de Javier fue a estudiar a París, donde conoció al que sería su mejor amigo, Ignacio de Loyola, lo dejó solo en los momentos difíciles en París y siempre lo ayudó. Fue allí donde con otros cinco compañeros se constituyó la Compañía de Jesús. En 1537 se reúne con Ignacio de Loyola para viajar a Italia. En Roma visitaron al Papa Pablo III para pedirle su bendición. Llegan a Venecia y es ordenado sacerdote el 24 de junio. Durante su estancia en Venecia, mientras esperaban el barco para ir a Tierra Santa, se dedica junto a sus compañeros a predicar por los alrededores. Ante la tardanza del viaje, volvieron a Roma y se ofrecen al Papa para ser enviados a cualquier otro lado. De allí partieron hacia Lisboa en 1540, donde dio comienzo la etapa más importante de su vida: la de misionero. El 7 de abril de 1541, día que cumplía 35 años, Francisco Javier sale con la expedición y a Mozambique, y ahí percibió el trato que se daba a los negros, lo cual le lleva a tener los primeros enfrentamientos.
Permanecen a la espera de la llegada de un barco chino que debe introducirlos, clandestinamente, en el continente. El 3 de diciembre de ese año muere Francisco de Javier cuando contaba 46 años de edad. Fue canonizado por el Papa Gregorio XV en 1622 junto a San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y San Felipe Neri. Anualmente, El 3 de diciembre se celebra su fiesta.
De las cartas de San Francisco Javier a san Ignacio
“Venimos por lugares de cristianos que ahora habrá ocho años que se hicieron cristianos. En estos lugares no habitan portugueses, por ser la tierra muy estéril en extremo y paupérrima. Los cristianos de estos lugares, por no haber quien les enseñe en nuestra fe, no saben más de ella que decir que son cristianos. No tienen quien les diga misa, ni menos quien los enseñe el Credo, Padre nuestro, Ave María, ni los mandamientos.
En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una multitud de infantes que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda. Cuando llegaba en los lugares, no me dejaban los muchachos ni rezar mi Oficio, ni comer, ni dormir, sino que los enseñase algunas oraciones. Entonces comencé a conocer por qué de los tales es el reino de los cielos.
Como tan santa petición no podía sino impíamente negarla, comenzando por la confesión del Padre, Hijo y Espíritu Santo, por el Credo, Paternoster, Ave María, así los enseñaba. Conocí en ellos grandes ingenios; y, si hubiese quien los enseñase en la santa fe, tengo por muy cierto que serían buenos cristianos.
Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: «¡Cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!»
Y así como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta que Dios, nuestro Señor, les demandará de ellas, y del talento que les tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: «Aquí estoy, Señor, ¿qué debo hacer? Envíame adonde quieras; y, si conviene, aun a los indios.»