Y como testigos los Angeles Custodios
El día 19 de abril de 1912, Don Orione, después de
alrededor de dos meses de la aceptación
de sus dimisiones al cargo de vicario general de Messina, fue admitido en
audiencia privada por el Santo Padre Pío X.
Se trató de una audiencia sumamente importante, en la cual
Don Orione informó en detalle al Papa de los hechos de Messina, de esos tres
largos años transcurridos lejos de la dirección de su familia religiosa en
cumplimiento de la voluntad del Vicario de Cristo. El coloquio con el Papa, que
conocía muy bien los sufrimientos que había padecido su enviado, debió ser de
suma consolación para éste último, el cual, estimulado por tanta bondad
paterna, se lanzó hasta a solicitarle al Papa la gracia grande de emitir su
profesión religiosa definitiva en sus manos. La obtuvo...
En este punto nuestra tarea está facilitada al máximo en
cuanto Don Orione, lleno aún de alegría santa por el acontecimiento, lo
refirió, en una memorable carta, a sus religiosos y bienhechores, trazando de
tal modo una página autobiográfica de rara eficacia. Escuchemos:
“En aquellos santos momentos entonces, viendo tanta
confianza, tanta paterna y divina caridad del santo Padre hacia la Pequeña
Obra, yo osé solicitarle una grandísima gracia.
Y el Santo Padre me dijo, sonriendo: “Escuchemos un poco que
es esta grandísima gracia”. Entonces le expuse humildemente como, siendo el fin
principal y fundamental de nuestro instituto el de dirigir todos nuestros
pensamientos y nuestras acciones al incremento y a la gloria de la Iglesia; a
difundir y radicar en nuestros corazones en primer lugar, luego en los
corazones de los pequeños el amor al Vicario de Jesucristo, le rogaba, pues
debía hacer los votos religiosos perpetuos, dignarse, en su caridad, de
recibirlos en sus manos, al ser y desear ser este instituto todo amor y toda
cosa del Papa.
Y el Santo Padre, con cuanta consolación de mi alma no podré
expresarlo nunca, me dijo de inmediato y con mucho gusto que sí. Se lo agradecí,
y la audiencia continuó. Mas, cuando estaba por terminar, le pregunté a Su
Santidad cuándo le parecía que yo debía volver para los santos votos. Y
entonces nuestro santo Padre me respondió: “también de inmediato”.
¡Dios mío! Qué momento fue ese! Me arrojé de rodillas
delante del Santo Padre; le estreché y besé los pies benditos: extraje del
bolsillo una libretita que los pequeños hijos de la Divina Providencia
conocerán, y que yo ya había llevado conmigo, presintiendo la gracia; la abrí
allá donde está la fórmula de los santos votos y donde, adelante, había puesto
ya un signo.
Pero en ese momento tan solemne y santo, recordé que serían
necesarios dos testigos, según las normas canónicas, y los testigos faltaban
pues la audiencia era privada. Entonces levanté los ojos hacia el Santo Padre y
osé decirle: “Padre Santo, como Su Santidad sabe, serían necesarios dos
testigos, a menos que Su Santidad se digne a dispensarlo”. Y el Papa, mirándome
dulcísimamente y con una sonrisa celeste en los labios, me dijo: “¡De testigos
harán mi angel custodio y el tuyo!” (L. I, 84 ss.).
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