Estando en Allí enfermó; nuevamente el
cansancio, el clima, la tensión, las decisiones le jugaron una mala pasada,
obligándolo a guardar cama. El médico habló de los bronquios, de los pulmones,
de ungüentos y pomadas que debían aplicársele. De lo último se encargó Don
Camilo Secco, robustísimo y hasta rudo, maestro enfermero que habría podido curar...
un dromedario.
Comenzó así una
especie de martirio, muy bien tolerado por el paciente. Don Secco era, por otra
parte, muy competente en la materia: sólo que su secreto consistía en no hacer
cumplidos y en no tener miramientos. “La espalda me chirriaba... y Don Camilo, con
sus manazas de San Pedro, gruesas y rústicas, me hacía los masajes todas las
noches... Durante la guerra mi dulce enfermero había estado al servicio de un
veterinario y aprendió a curar con mano fuerte. Así pues, yo escribía las hojas
de mi discurso a las monjas de la Michel, mientras mi espalda parecía arder...
Pero comprendo que el pobre Don Camilo lo hacía por devoción, y cuando se me
escapaba algún suspiro, me consolaba diciendo: ‘No tema, que un diablo saca al
otro; además, yo conozco el oficio de enfermero, lo aprendí durante la guerra’.
Y al rescoldo de aquel fuego, me iba surgiendo la prédica para las monjas...”.
Pronto su salud se restableció quizás por mérito del tratamiento.
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