La
Familia apostólica de Don Orione es antes de nada y sobre todo una
Familia carismática, es decir, un don del Espíritu a la Iglesia con
vistas a una misión (cf. 1Cor 12,1.4-6); sus raíces más verdaderas y
profundas se encuentran en el Misterio Trinitario, en ese amor infinito
que une al Padre, al Hijo y al Espíritu, fuente, modelo y meta de toda
familia humana. En él se encuentra el fundamento de toda comunión
auténtica. La Trinidad es un misterio de relación que ilumina nuestra
vida. Las personas divinas no establecen relaciones, sino que son
relaciones. Los seres humanos tenemos relaciones - padres e hijos,
esposa y esposo, maestro y discípulo - pero existimos también fuera de
ellas. No así el Padre, el Hijo y el Espíritu, que viven en eterna
comunión. La Trinidad nos revela que el secreto para tener relaciones
felices es el amor, y que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hech
20, 35). En Dios, todo es alegría, porque todo es don. Aquí se encuentra
el corazón de la mística orionita. “Sí -podríamos decir- ¡pero Dios es
otra cosa!”. La fe nos da la certeza de que es posible el amor al
prójimo como reflejo del amor de comunión que existe entre las Personas
divinas. Un amor que consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo
también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Entonces
aprendo a mirar a esta otra persona no ya solo con mis ojos y
sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Más allá de la
apariencia exterior del otro, descubro su anhelo interior de un gesto de
amor, de atención. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro
mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de
amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible
interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con
tanta insistencia la Primera carta de Juan. Solo mi disponibilidad para
ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante
Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por
mí y a lo mucho que me ama. El amor crece a través del amor. El amor es
«divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras
divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea
«todo para todos» (cf. 1 Co 15, 28).