Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana
de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien
el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo».
Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y
desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para
que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon
en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha
cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. (Jn 19,25-30)
Perseguido y traicionado inicuamente, hasta la misma
cruz, imploró a su Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros
que lo habían crucificado. El, que había ordenado a Pedro que envainara su
espada, y que no derramó jamás la sangre de nadie, quiso derramar toda su
sangre divina, y su vida, por los hombres, sin distinción de judío o griego,
romano o bárbaro [cf Col 3,11; Gál 3,28; Rom 10,12]: ¡Verdadero rey de paz:
Dios, Padre, Redentor de todos!
Quiso morir con los brazos abiertos, suspendido entre
el cielo y la tierra, llamando a todos ‑‑ángeles y hombres‑‑ a su Corazón
abierto, traspasado: anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos,
a todos, a todos: ¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos! Jesús no hizo
construir para sí un mausoleo, como los antiguos reyes; pero por todas partes
se ven casas consagradas a su memoria, en las grandes ciudades como en los
pueblos pequeños. Y aún en lugares despoblados, entre las nieves eternas, se
levantan ermitas ‑
humildes refugios muy parecidos a la gruta de Belén ‑ con una cruz que evoca la obra de amor y de
inmolación de Nuestro Señor Jesucristo; ¡esa cruz habla a los corazones del
evangelio, de la paz, de la misericordia de Dios por los hombres!...