
Santas amistades Un santo, el padre Cappello. Y no es
el primero que encuentra en su inusitada vida. Se abre otro camino con senderos
imprevisibles e imprevistos: el de las santas amistades de don Orione. Otro
entramado de historias. Otra extensa red de relaciones y de ayuda recíprocas
que atestigua también que estas personas, aunque entonces muchas no eran
famosas, se conocen, se buscan y se aprecian. En el caos de Messina tuvo a su
lado a Aníbal María Di Francia. También don Umberto Terenzi, el padre de los
Hijos del Divino Amor, mantenía con él una estrecha amistad, al igual que los
sacerdotes Juan Calabria y Luis Guanella, el cardenal Ildefonso Schuster, por
no hablar de Pío X y de don Bosco y de muchos otros que luego serían
canonizados o candidatos al honor de los altares. Entre ellos está el padre Pío
de Pietrelcina. Esta amistad deja boquiabiertos, porque estas dos almas, que se
conocían tan profunda e íntimamente, no se vieron nunca ni tampoco se
escribieron nunca cuatro líneas. Don Flavio Peloso, postulador del proceso de
canonización de don Orione documenta minuciosamente esta increíble historia,
que se desarrolla en la década 1923-1933, los años de la tormenta que se
desencadenó sobre el santo de Pietrelcina. Una vez más don Orione les aclara
las dudas morales a los eclesiásticos implicados en la controvertida cuestión y
libra de las acusaciones al padre Pío. Dice Gallarati-Scotti: «Comprensión,
comprensión e inteligencia. Lograba penetrar en el corazón y en la mente de los
demás y comprendía todo: comprendía las cosas impuras como las pueden
comprender los muy puros jamás tocados por la impureza; comprendía los
tormentos del espíritu y de la inteligencia, como lo puede hacer quien posee
una fe absolutamente pura, impertérrita ante las dudas, las vacilaciones, firme
en la verdad vivida. Y es esta seguridad de saber dónde apoyar el pie lo que
hizo de don Orione un trámite para muchos errantes de su época, y no sólo para
ellos».Se diría que era el cura justo para situaciones difíciles. El cura de
las tormentas. Por su manera de moverse con extraordinaria sensibilidad y
despreocupación y, sobre todo, con delicadeza en el umbral de la casa de Pedro,
por su atrevido como prudente y discreto trabajo de comunión dentro de la Iglesia.
Llama la atención, pero no sorprende que en los documentos reservados de las
varias congregaciones vaticanas se hayan encontrado, al final de páginas sobre
cuestiones candentes, los apuntes autógrafos de Pío XI: «Sobre esto consultar a
don Orione. […] para esto, recomiendo, enviad a don Orione». La suya, no puede
negarse, es una inteligencia intuitiva, capaz de leer al trasluz los
acontecimientos, capaz de descifrar los tiempos. Desde dentro. Un ejemplo entre
muchos: la cuestión romana. Tal vez muchos no sepan que don Orione intervino
personalmente en la compleja negociación entre el Estado italiano y la Santa
Sede que desembocó en los Pactos lateranenses.
En el archivo general de la Congregación orionina han
hallado un documento excepcional. Es la carta que de su puño y letra don Orione
escribió y envió el 22 de septiembre de 1926 a Mussolini. Decía la carta:
«Pienso que Su Excelencia, si quiere, puede, con la ayuda divina, acabar con el
amargo y funesto disentimiento que hay entre la Iglesia y el Estado. Y
humildemente le ruego, como sacerdote y como italiano, encuentre una base
razonable, y proponga una solución. Le toca al Gobierno italiano tender
noblemente la mano al Vencido».Esta carta es importante para comprender la
parte que desempeñó en los preliminares y en el comienzo de las negociaciones.
Por lo demás, está documentado que don Orione fue uno de los primeros en
intuir, en 1923, que el nuevo clima político nacional podía cerrar la
controversia entre Estado e Iglesia, y también está documentado que participó,
con el padre Genocchi, en la primera reunión preparatoria que se hizo en la
casa de los condes Santarelli, en Roma. En esta carta se ha querido ver la
expresión misma de la Santa Sede que encargó, a un sacerdote de confianza y de
reconocido valor moral en la opinión pública, un mensaje claro al gobierno
italiano sin comprometer su propia autoridad.De hecho, no se sabe si post hoc o
propter hoc, pocos días después de la carta las negociaciones fueron declaradas
oficiales y comenzaron las sesiones. Lo demás es historia conocida. Llegó el 11
de febrero de 1929, fecha de la histórica firma de los Pactos lateranenses.
L’Osservatore Romano, que desde 1870 salía con una lista negra, ese día se
imprimió por fin sin el símbolo del luto. Dos días después Pío XI comentó: «Con
profunda satisfacción creemos haber devuelto con el Concordato Dios a Italia e
Italia a Dios». Esta página de historia parece terminar en gloria, todos
satisfechos. Y, sin embargo, don Orione, que tanto se interesó por la solución
de la cuestión, no mostró en el momento mucha alegría. Cuando supo que se
habían firmado los pactos, besando la foto de Pío XI, publicada en los
periódicos que daban la noticia, exclamó: «¡Pobre Papa! ¡Cuántos dolores tendrá
que pasar!». «La Conciliación se debía hacer», explicó, «pero no de esta
manera. Por ahora no me parece una soldadura duradera. Quisiera equivocarme,
pero veréis días malos». Según don Orione existían algunos puntos débiles
respecto a ciertos temas. En especial temía que Mussolini se aprovechara del
nuevo prestigio que había obtenido para llevar a cabo nuevas e injustas
intervenciones en perjuicio de la Iglesia en Italia. Y ese mismo día, en una
reunión de la Congregación, les dijo a sus sacerdotes: «Cuando los fascistas
entren en los institutos para quitarnos a los jóvenes, el Señor nos inspirará
lo que hemos de hacer». Lo había comprendido inmediatamente. Y es lo que
sucedió. Apenas acabaron los parabienes por el Concordato, Mussolini continuó
su política vejatoria contra las organizaciones católicas.Lucidez y
clarividencia; dotes por las que, hay que decirlo, era escuchado por los papas
y también por los políticos. A la residencia de la calle Sette Sale de Roma
iban a llamar a su puerta Gaetano Salvemini, el senador Zanotti Bianchi y
Achille Malcovati, magnate de industria y eminencia gris de muchos políticos de
punta; sólo por citar algunos. Iban a verle, pero él decía claramente que de
programas políticos no entendía nada ni quería ocuparse, pues se obstinaba en
seguir “su” política: «La del Pater noster». La única eficaz. La única que no
se encierra en fronteras y «es realizable completamente», decía. La única por
la que incluso estaba dispuesto a cruzar el océano. Después del terremoto de
Sicilia y del de la Marsica de 1915, hundiendo sus brazos en los escombros de
las miserias humanas, no celó su deseo de ir como misionero a América. Un día
confesó este deseo a Pío X, y este, como respuesta le envió a la “Patagonia
romana”, la periferia abandonada del sureste de Roma. Pero llegó el día que
tuvo que zarpar
En la foto de arriba, durante un discurso en el Aula magna de la UniversidadCatólica de Milán;
debajo, en una foto de grupo en la parroquia de Todos los Santos, en el barrio Appio de Roma, donde le había enviado el papa Pío X La clarividencia de “su” política