¡Humildad!,
¡Humildad!, ¡Humildad!
Traten de que en
cada una de ustedes y en la casa esté bien arraigada la que el gran San Agustín
llamaba el fundamento de todas las virtudes, esto es, la humildad. Donde hay
humildad, no hay peleas; hay tolerancia recíproca, unión de corazones y caridad
fraterna; se sigue andando y se trabaja con alegría, y se siente gozo grande y
felicidad interior y espiritual.
Todos los dones
celestiales, las gracias y consuelos para proseguir, provienen de la humildad;
mientras que todo malhumor y las peleas, nacen del amor propio y de la
soberbia, que son nuestra mayor miseria moral.
Tan necesaria es la
humildad, para vivir una auténtica vida religiosa y alcanzar la perfección, que
entre todos los caminos para llegar al verdadero espíritu religioso y a la
verdadera perfección, el primero es la humildad, el segundo, la humildad y el
tercero, la humildad -decía siempre San Agustín-. Y decía también: «Y si cien
veces me preguntasen, cuál es el camino más breve, seguro e infalible para
hacerse santo, otras tantas respondería la misma cosa: humildad, humildad,
humildad».
Cuanto más alto
quiera levantarse el edificio de la perfección, tanto más profundos deben ser
los cimientos, el fundamento de la humildad. La humildad, no es la primera o la
más excelente de las virtudes, pues lo es la caridad, pero sí ocupa el primer
lugar entre las otras virtudes, porque es el fundamento y la base de todas las
demás. Así como el orgullo, el amor propio y la soberbia (que al fin son la
misma cosa) son el principio de todos los pecados, así la humildad es manantial de todas las virtudes, porque
somete el alma a Dios y cumple su voluntad en todo.
La humildad es la
madre de todas las virtudes; ella las preserva a todas; las mantiene
estrechamente unidas, por así decirlo, e impide que nos las roben. Por lo
tanto, es de absoluta necesidad, oh mis buenas hijas de Dios, que si quieren
adiestrarse en la vida religiosa, procuren con solicitud implantar en sus
corazones la raíz de la santa humildad.
Puesto que, como
dice San Bernardo, «la cera no recibe forma alguna si antes no se ablanda», o
diría yo, si no se vuelve líquida, así nosotros no nos amoldaremos a la forma y
al espíritu de las virtudes cristianas y religiosas, si antes no nos humillamos
y no nos sometemos al parecer y la voluntad de otros; si no nos despojamos de
nuestro amor propio y orgullo; si no deponemos las actitudes ásperas, duras y
llenas de arrogancia. Cuanto más nos humillamos, tanto más nos acercamos a la
verdad porque ¿saben en qué consiste la humildad, oh buenas hijas de Dios?
Consiste en no atribuirnos a nosotros mismos lo que le pertenece sólo a Dios o
a los demás, de modo que la humildad no es otra cosa que justicia y verdad. Por
eso, el camino de la humildad es el camino de la verdad y de la justicia.
Jamás nos
humillaremos en exceso, si miramos el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, «qui
humiliavit semetipsum usque ad mortem, mortem autem crucis», que se humilló a
sí mismo hasta la muerte y muerte de cruz605. Los actos de humildad son la
mayor justicia que nosotros, pobres
criaturas, podemos
rendir a Dios, nuestro Creador. Ser humilde es creer en la verdad, es creer en
nuestra imperfección, es creer en el poder de la gracia de Dios que nos
perfecciona. Reconociendo nuestra nulidad, damos gloria a Dios. No somos más
que ceniza, un puñado de ceniza, ceniza que cualquier viento desparrama, y
menos aún que la ceniza. No somos nada, sino pecadores. Y siendo pecadores, y
tan pecadores, es justo que deseemos ser despreciados por los hombres y tenidos
por indignos.
Estos sentimientos
deben ser firmes y estar profundamente esculpidos en el alma de quien quiera
ser toda de Dios, de quien quiera ser verdadera hermana, verdadera religiosa de
Jesucristo y Misionera de
Y pidan a
De una carta a las
Hermanas del 1-XII-1925,
Don Orione alle
Piccole Suore Missionarie della Carità, 204-205.