Una vez Don Orione está volviendo a Tortona en tren. Se encuentra con una mujer que estrecha ansiosa a su niño en brazos. No conoce, naturalmente, al cura que tiene delante y que le dirige la palabra: “¿Donde va, buena señora?”. “Voy a Tortona donde está Don Orione, para que la Virgen me haga sanar a este niño”.
“Don Orione, créame, señora -responde de inmediato el interlocutor- es un pobre cura cualquiera: encomiéndese a la Virgen, ¡eso sí!”.
Otro hecho análogo.
Un sacerdote, párroco de la diócesis de Bobbio, se encuentra en la estación de Tortona.
Ve un poco apartado a un cura de aspecto muy humilde y modesto. Se le acerca y le dice: “Podría presentarme a ese santo hombre que es Don Orione el cual, como me han asegurado, debería encontrarse próximo a partir”.
Acompaña el requerimiento con un vivo elogio al sacerdote tortonés cuya fama era muy grande también fuera de Tortona.
Don Orione, al escuchar ese panegírico dirigido a él truncó el discurso en la boca al otro cura con esta frase: “Sí, Don Orione parte para Voghera... Disculpen, el tren se mueve. Hasta la vista”. Y lo plantó con la más hermosa reverencia.