La caridad no hace nada de indecoroso: ni nunca se
agita ni tiene en cuenta los errores que le hacen; vence al mal con el bien. No
goza de la injusticia, mas es feliz cada vez que puede alegrarse de la verdad.
Disculpa toda cosa, espera toda cosa, soporta todo. Reza, sufre, calla y adora:
¡nunca decae! La caridad no tiene nada de arbitrario, nada de duro; encuentra
su felicidad al esparcir e irradiar a su alrededor la bondad, la dulzura, la
gentileza, una cosa desea: inmolarse a sí misma para hacer la felicidad y la
salvación de los demás, para gloria de Dios.
Toda ciencia humana es insulsa, si la caridad no le da
el sabor con el amor de Dios y del prójimo, sin ella, scientia inflat. Primero
la caridad y luego la ciencia, oh Hijos míos, ya que esta “destruétur”, más
aquella “non iscade mai”, y está enteramente. Es la caridad, amados míos, y
sólo la caridad la que salvará al mundo. ¡Beatos aquellos que tendrán la gracia
de ser víctimas de la caridad! Hermanos e hijos míos, amemos a Dios hasta hacer
de nosotros una hostia, un holocausto de caridad, y amémonos tanto en el Señor:
nada le agrada más al Señor, que ha dicho: “Los he amado...: amaos” (Jn. XV, 9
- 10). El gran secreto de la santidad es amar mucho al Señor y a los hermanos en
el Señor. Los Santos son el cáliz de amor de Dios y de los hermanos. Amar a Jesús,
amarnos en Jesús: ¡trabajar para hacer amar a Jesús y a Su Santo Vicario, el
Papa; ¡rezar, trabajar, padecer, callar, amar, vivir y morir de amor a Jesús,
al Papa, a las almas!