Abramos a muchas personas un mundo nuevo y divino, inclinémonos
con caritativa dulzura a la comprensión de los pequeños, de los pobres, de los
humildes... Queremos arder de fe y caridad. Queremos ser santos, llenos de vida
para los demás, y muertos a nosotros mismos.
Que nuestra palabra sea como una brisa de cielos
abiertos; todos deben sentir en ella el fuego que inflama nuestro corazón y la
luz de nuestro incendio interior, y encontrar en ella a Dios y a Cristo... Servir
en los hombres al Hijo del hombre.
Si queremos conquistar a Dios y atrapar al prójimo,
debemos previamente vivir y tener una vida intensa de Dios en nosotros mismos,
una fe dominante, el fuego de un gran ideal que nos inflame y resplandezca,
renunciar a nosotros mismos por los demás, quemar nuestra vida en aras de una idea
y en un amor sagrado más fuerte.
Debemos ser santos, pero tales, que nuestra santidad no sea sólo para devoción de los fieles, ni sólo de altar, sino que trascienda y brille en la sociedad y seamos más bien santos de pueblo y de salvación social.
Sobre todas las cosas y las personas levantemos a
Jesucristo crucificado: no hay otra salvación ni otra vida. Sí, Jesús quiere
reinar, pero desde el leño de la cruz; sí, Jesús quiere triunfar, pero en la
misericordia. Y entonces te consumirás abrazado al Cordero, asistido por la
Santísima Virgen.
El tiempo es breve y no hay otra salvación sino
levantar sobre los pueblos a Jesucristo, a Jesús crucificado.
Vamos, hermano mío, entreguemos nuestra vida por Jesucristo
crucificado, configurémonos con él, sostengámonos y sostengamos a las almas de
los suyos: Jesús nos ofrece una multitud de almas que salvar. Jesús palpita en la
cruz y desde la cruz exclama: ¡Tengo sed! ¡Almas, Almas!
Llevémosle almas al crucificado que muere de sed.
María, dulce madre, tu Jesús ya no morirá más de sed; le daremos nuestro amor,
nuestra sangre y todas las almas de nuestros hermanos.