Cuando se le solicitó a San Juan Bosco, en 1887, un año antes de su muerte, que escribiera algo sobre el Papa, en oportunidad del jubileo de León XIII, redactó una declaración que refleja fielmente lo que el gran Santo de los tiempos modernas había pensado, actuando y escrito sobre el Papa, durante los años de su apostolado. Y, como es precisamente en la escuela de Don Bosco donde he aprendido a conocer y a amar entrañablemente al Papa, es una leticia transcribir ese solemne testimonio: “Lo que puedo hacer es confesar, como confieso, altamente, que hago míos todos los sentimientos de fe, de estima, de respeto, de veneración, de amor inalterable de San Francisco de Sales hacia el Sumo Pontífice. “Admito con júbilo todos los gloriosos títulos que el reunió de los Santos Padres y de los Concilios, y de los cuales, formando como una corona de piedras preciosas, adornó la cabeza del Papa, como son, entre otros, de Abel para el Primado, de Abraham para el Patriarcado, de Melquísedec para la Orden, de Aaron para la Dignidad, de Moisés para la Autoridad, de Samuel para la Judicatura, de Pedro para la Potestad, de Cristo para la Unción, de Pastor de todos los Pastores y más de cuarenta otros, no menos espléndidos y apropiados” –Así escribía el Santo Don Bosco. Y bien, oh mis amados hijos en Cristo, y ustedes, Alumnos y Amigos de la Pequeña Obra, dejen que, en la fausta circunstancia del ingreso en la diócesis de Tortona de Su Excelencia Rev.ma Mons. Egisto Domingo Melchiori, este padre y amigo de ustedes –el cual cuenta con la singular gracia de haber tenido en su juventud a Don Bosco como guía de su alma, como benefactor insigne y como maestro–, dejen, digo, que por lo menos desde lejos, se una al júbilo de ustedes y a la exultación del clero y pueblo de la Ciudad y Diócesis y que mire, y siga el ejemplo de su Maestro. No debe ser de otro modo. Como lo hizo una vez Don Bosco para el Papa, así hoy vuestro pobre cura ha reunido flores de la primera época cristiana, la era de los Mártires, flores de esa fe que ni se marchita nunca, – y viene a ofrecer a su nuevo y venerado Obispo tal ramo, que verdaderamente es la fragancia de Cristo y perfume apostólico suavísimo. Y Dios le hace sentir que el Obispo irá contento y confortado, pues son expresiones hermosas y conmovedoras de otro Obispo, son palabras de vida y de amor de un gran Mártir, son palabras que van al alma ya que expresan la doctrina pura, ortodoxa de la Santa Iglesia sobre el Episcopado. Excelencia Rev.ma y buen Padre mío en Cristo, las flores que este hijo lejano depone "in ispirito" a sus benditos pies son los títulos del magisterio y de la dignidad del Obispo, los deberes, los sentimientos de obediencia, de amor, de veneración, que se le deben, expuestos por el gran Ignacio, Obispo de Antioquía, en las admirables Cartas que el Santo escribió a las Iglesias de Asia y a los Romanos, mientras era conducido al martirio. Es el testimonio incomparable de la fe primitiva, que es la fe nuestra, la fe que no conoce la confusión de las lenguas, la fe que no cambia, pues es la fe indefectible e inmortal fe de la única y verdadera Iglesia de Jesucristo, Santa, Católica, Apostólica y Romana, asistida por el Espíritu Santo, única custodia de las Sagradas Escrituras y de la Tradición divina, única maestra infalible de la palabra revelada. Hago, entonces, míos con Don Bosco, todos los sentimientos de fe, de amor, de veneración hacia el Papa de San Francisco de Sales y aquellos sobre el Episcopado proclamados por San Ignacio, y la enseñanza, la doctrina profesada por aquellos grandes santos me la pongo en el corazón y la hago sangre de mi sangre y vida de mi vida. Y, mientras la doy a mis Hijos y Alumnos en el Señor –para que saludablemente se nutran de ella y vivan del espíritu y de la vida de Cristo y de la Iglesia–, con respeto y dulcísima devoción depongo ante mi nuevo Obispo y Padre esta mi profesión de Fe, que expresa fielmente lo que siento por el Pontífice Romano y por el Episcopado, lo que creo, lo que soy, y aquellos que con la gracia divina inalterablemente quiero creer y quiero ser, vivo o muerto. Le beso reverentemente el sagrado Anillo y las Manos, así como a San Marciano, primer Obispo de Tortona, y me arrodillo a sus pies, como lo haría delante de Jesucristo mismo y de Su Vicario el Pontífice Romano, manifestándole plena obediencia, amor, consideración, devoción por mi parte y por todos ustedes, oh amados hijos míos y alumnos, con el pesar de no poder hacerlo personalmente, y porque Dios dispone que me encuentre tan lejos. ¡Qué su Excelencia Rev.ma se digne a bendecirme! Y así pongo a los pies de mi Obispo a la Pequeña Congregación, con todas nuestras miserias y nuestros harapos; y, en humildad, Le digo: Buen Padre, nosotros estamos a sus Veneradas ordenes: Lo escucharemos, como si nos hablara Dios. Esta es nuestra vida en Jesús Crucificado, Dios y Redentor Nuestro, y en la Santa Virgen: ser y estar como harapos, pequeños, humildes, fieles y abandonados en las manos y a los pies del Papa y de los Obispos: vivir y morir de amor a los pies del Papa y de los Obispos. Y le suplico a la misericordia de Dios que no permita nunca que los Hijos de la Pequeña Obra de la Divina Providencia tengan que alejarse en lo más mínimo de la doctrina apostólica y de los principios y sentimientos hacia el Pontífice Romano y los Obispos, magistralmente declarados por Salesio y por el gran Atleta y Mártir de la Fe, Ignacio de Antioquía. Mas que, amantísimos del Papa, “dulce Cristo en la tierra”, del Episcopado y de la Iglesia, los Hijos de la Divina Providencia sean siempre, junto a quien suscribe, siervos humildes y sostenedores fervientes de la Santa Sede y de los Obispos, en obediencia absoluta, filial y devota sin límite. Que esté siempre en la cima de nuestros pensamientos y afectos la gloria de Dios, del Papa y del Episcopado, seguros de operar así la santificación nuestra y la salvación de las almas; seguros de contribuir así aunque modestamente, también al bien y a la prosperidad de nuestra Patria. La adhesión, la reverencia, la deferencia, no sólo a la dignidad del Papa y de los Obispos, sino también a sus Sacras Personas, no serán nunca demasiadas, oh hijos míos. Inculquemos la veneración de ellos a nuestros alumnos y a los fieles, y, si es necesario, actuemos en defensa, como hijos amantes, con la palabra, con los escritos, con las obras y aún con el martirio. De modo que, en todo aquello que hagamos, en todo aquello que digamos, siempre se mire a vivir y a conducirnos como quienes aman al Vicario de Jesucristo y a los Obispos, que “el Espíritu Santo ha puesto para gobernar a la Iglesia de Dios” (Act. Apost. XX - 28). Que este sea uno de los cánones fundamentales y ley constitutiva de la Pequeña Obra. Y le solicitamos cada día a Dios antes morir que faltar a tan saludable y apostólica enseñanza
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