En una ocasión de gran necesidad, la Congregación fue
ayuda por un “misterioso hombre”, quien Don Orione interpreto que era el mismo
San José.
Por ello, como signo de agradecimiento, en muchas casas
de la Congregación, la imagen de San José tiene un pan en el cuello.
“Don Orione estaba
siempre escaso de dinero y con frecuencia eso le creaba no pocas angustias,
especialmente en los primeros tiempos de su apostolado, cuando tenía tantos
niños a los cuales quitar el hambre... Pero la Providencia intervenía.
Aquí está la
narración de una de estas intervenciones, recogida de los labios mismos de Don
Orione.
“Estábamos
entonces (marzo de 1900) en el antiguo Convictorio paterno, en el Santa Chiara,
y eran años de gran trabajo y también nuestros jóvenes estudiaban bien y rezaban
bien (...). En momentos en los cuales no teníamos pan, no teníamos nada, fue San
José el que vino a nuestro encuentro. Pero sólo este año parecía que el querido
San José no quería venir a ayudarnos.
Llegó el mes de
marzo, y estábamos muy necesitados de dinero: eran momentos muy penosos, y nos
encomendábamos mucho a San José, que es invocado como administrador, mejor como
proveedor de las casas religiosas, así como fue proveedor de la sagrada Familia.
Y verdaderamente, también con nosotros, demostró siempre ser un buen
proveedor... Venía a animarnos en esta devoción un santo y culto canónico, Mons.
Novelli: nos confortaba, entonces, a esperar bien, a confiar en la ayuda de San
José, en aquellos difíciles momentos, y a orar. El portero, entonces, era
nuestro Zanocchi, luego superior de nuestras casas de América: entonces él no
era ni siquiera clérigo, porque había llegado hacía pocos meses; para probar la
virtud de este joven, para experimentarlo, lo puse a hacer de
portero.
Estábamos,
entonces, en el mes de San José. Y en lugar de venir las ayudas, venían los
acreedores para hacerse pagar. Yo no me podía librar de ellos, mientras Mons.
Novelli me decía siempre que confié.
Un día estábamos
precisamente sin nada. Era la novena del santo: ¡más aún la antevíspera de la
fiesta! Pero San José parecía que no nos quería ayudar. Pero he alli, se
presenta en nuestra puerta un señor: yo estaba arriba y este señor pregunta:
“¿Dónde está el Superior?” Y el portero sube a la carrera y me dice: “Hay un
señor que desea hablarle”. “¿Pero quién es? ¿Es un acreedor?” “No lo conozco”.
“¿No es el carnicero? ¿el lechero?”. “No lo sé”. “¿No dijo si es el del arroz o
el de la sal?” “No lo sé”. “¿Es el muchacho de la Señora Chiesa?”. Se trataba de
dar, me parece, a esa proveedora algunos miles de liras. “¿No lo has visto
nunca?”. “No lo he visto nunca”. “¡Está atento de que no sea un acreedor!”...
Éramos entonces unos doscientos.
Parecía una
fatalidad: un acreedor detrás del otro; salía uno, entraba el otro. No creía que
ese hombre no era también un acreedor: pero no se podía reparar, había que ir.
De hecho bajé. Las puertas del colegio de entonces estaban precisamente en
ángulo recto con la puerta de nuestra casa aquí, de la casa madre. Recuerdo con
precisión esto: bajo las escaleras apurado y me encuentro delante de un señor
modestamente vestido y con una barbita rubia. Ese señor me dice: “¿Ud. es el
Superior? ¡Aquí hay una suma!”, y sacó un grueso
sobre.
Esto lo recuerdo
como si hubiese sucedido esta mañana. Entonces, como se hace habitualmente, le
pregunté si debíamos celebrar algunas misas: “¿Hay obligaciones? ¿Hay alguna
beneficencia que hacer?”. “¡No, no!”, respondió. “No hay nada. Sólo seguir
rezando!”. Yo no lo había visto nunca. Me miró un instante y, saludándome con
una reverencia, partió rápidamente. Hubiese deseado detenerlo pero, no sé cómo,
no tuve coraje de hacerlo: esa presencia y esas palabras me habían como
encantado... Y, mientras salía, los que estaban presentes dijeron que el rostro
de ese señor tenía un no sé que de celestial... Y entonces nos lanzamos de
inmediato sobre sus pasos para ver donde iba.

Ese señor hizo
algunos pasos; salió por la puerta, descendió el escalón, pero luego no se lo
vio más, ni a la izquierda ni a la derecha, ni bajo los pórticos ni en la
iglesia; en el patio estaban solo los jóvenes. Se mandó de inmediato a dos de
ellos para buscarlo, pero fue inútil. Nosotros nos retiramos todavía más
confundidos: tenía un aspecto no de hombre; había salido apenas y ya había
desaparecido. Vino luego Mons. Novelli y se le narró lo que había sucedido. El
dijo: “¡Es San José, es verdaderamente San José, que ha querido confortarlos!”.
Nosotros, de verdad, creímos siempre que era San José. Pero a Mons. Novelli le
expresé una duda: “Era demasiado joven, se presentaba demasiado joven con una
barba un poco rojiza”.
Él me respondió:
“Pero San José no debía ser viejo, no era viejo. La iconografía lo presentó
delante de las generaciones cristianas así, hizo de él un viejo, para hacer
comprender más, para hacer sentir más la verdad que él no era el padre verdadero
de Jesucristo, ¡sino sólo el padre putativo!”.
Ustedes, sin ánimo
de ofenderlos, estarán ansiosos de saber cuánto dinero había en ese sobre: les
bastará saber que había tanto como para pagar a los acreedores más urgentes y
más grandes... Nosotros le estuvimos siempre agradecidos a San
José.
No hay comentarios:
Publicar un comentario