Nuestro
Padre fundador mientras era joven custodio de la catedral de Tortona
(1891-1893), fue pobre entre los pobres y rico de tiempo para el Señor.
De aquel período llegó a nosotros una poesía y un hermoso texto con
notas poéticas de creyente enamorado. Este último fue publicado años más
tarde. En la intimidad; en el silencio se produjo un encuentro que lo
fortaleció en los momentos de sacrifico y dolor por abrazar la virtud:
Un profundo silencio envuelve todas las cosas.
Las sombras descienden desde lo alto;
Allá, al fondo, cerca del altar, una lámpara …;
Este
tipo de soledad es intimidad; porque es presencia de Jesús: percibida,
gozada y anhelada. No se permanece en el ser sin estos silencios. Porque
en el silencio la presencia del Otro lo transforma en encuentro. Y
nuestra vida religiosa; nuestra misión surgen de este encuentro con el
Otro. Sin esta experiencia de encuentro, nunca abrazaremos las
convicciones personales: para quién ser y mucho menos para quién hacer nada en nuestras vidas.
En efecto, difícilmente uno pueda soportar el qué y el cómo si no sabe a quién le ha dicho ese sí. Uno nunca sabe qué dice cuando dice que sí; y también ignora las implicancias de lo dicho. Solamente sabemos, cristianamente hablando, a quién le decimos que sí (“Pedro le dijo: «Nosotros hemos dejado todo lo que teníamos y te hemos seguido»” –Lc 18,28–). Necesitamos entonces, encontrarnos profundamente con ese tú a quien le hemos dicho que sí, por que el “qué” lo sabremos más adelante: en el despliegue histórico de nuestra existencia.
Ejemplos de esta experiencia abundan en la vida de nuestro padre Don Luis Orione
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