El 18 de junio, durante la navegación, escribió
el inolvidable himno a la caridad: “Anhelo cantar el cántico divino de
la caridad, pero no quiero esperar a cantarlo cuando me vaya al Cielo.
Por tu infinita misericordia te suplico, oh Señor y Padre nuestro de mi
alma, me concedas la posibilidad de iniciar este cántico desde la
tierra; aquí, Señor, ante este amplio horizonte de aguas y cielo, desde
este Atlántico que me habla de tu poderío y tu bondad...”.
Era un
canto de alegría desbordante por lo vivido entre los más pobres, por
haber podido llegar a tantos corazones con la luz de la fe. Era el canto
de un hombre de Dios conmovido ante la necesidad de sus hermanos,
convencido de que no se puede esperar para hacer el bien, que “ahora” es
el tiempo oportuno para “centrarlo todo en Cristo” (Ef 1, 10). Era el
canto esperanzador de aquel que sabe mirar lo que viene y hacer todo lo
necesario para que suceda.
Ahí estaba "La Providencia", esa amiga inseparable de Don Orione, disponía todo lo necesario para que ese hombre con corazón de niño, ese sacerdote alegre y apasionado, ese soñador santo, hiciera la voluntad de Dios en tierra argentina.
La Providencia tomó la mano de María y ambas esperaron a Don Orione en Argentina, el país que finalmente cautivó su corazón, escribió desde Buenos Aires a monseñor Grassi, obispo de Tortona: “Hoy comienza mi vida en el nombre del Señor y por las almas de estos huérfanos, en la caridad de Jesucristo. Estuve en el Santuario de Luján y envío un pequeño recuerdo con amor de hijo. Puse mi vida en el Corazón de Jesús Crucificado y no quisiera dejar en cada momento de brindárselo a la Santa Madre Iglesia y a los huérfanos: son mis grandes amores, por la gracia divina”.
Como el amor es siempre fecundo y creativo y busca las maneras de crecer e impregnarlo todo, el misionero Luis Orione comenzó a pensar en la necesidad de dar al pueblo vocaciones propias del lugar.El obispo Silverio,de Brasil, de raza negra, vio en las ideas de Don Orione la gracia de Dios operando como un soplo suave y renovador. “Las dos familias religiosas de color... deberán ser la fragua de donde surja un clero y religiosos comprometidos, a su vez, en suscitar y desarrollar vocaciones de color, dedicándose a la educación de la juventud negra más pobre; los misioneros negros así formados deberían llevar la Palabra y acción evangélica a África, allá de donde estos amados hermanos fueron traídos como esclavos, regresarán a llevar la libertad de los hijos de Dios”, expresó Don Orione en un escrito.
Para él ya no existían fronteras, razas, límites o divisiones, solo existía un amor infinito, una caridad suave y serena que sanaría todos los corazones, el sueño de Dios Padre para todos sus hijos.