Escribía desde Buenos Aires:
"Hermanos míos muy queridos y amados, me parece escuchar las campanas de mi patria lejana que suenan a gloria por las ciudades y pueblos: su himno evoca en mí los más santos recuerdos: ellas cantan la resurrección de Cristo y me hacen llorar de fe, de alegría, de amor a Dios, de amor a ustedes, de amor a nuestra Italia".
Ordenó que en todas las casas de su Congregación hubiera una Biblia, la Suma de Santo Tomás,
la Imitación de Cristo y el Dante. A los jóvenes alumnos escribía:
"Defiendan con valor el bien y la educación católica recibidos.
Difundan el espíritu de bondad: perdonen siempre: amen a todos; sean humildes, trabajadores,
francos y leales en todo: el mundo tiene suma necesidad de fe, de virtud, de honestidad".
Pero las palabras mejores las reserva para los pobres; mientras que las más duras las usa para sí
mismo. Los pobres son sus "patrones predilectos", nuestros patrones. Decía así, pero en realidad
eran su corazón.
"En la puerta del Pequeño Cottolengo Argentino, a los que entren no se les preguntará cómo se
llaman, sino solamente si tienen algún sufrimiento."
El mismo fue pobre. "Pobre sacerdote", como se califica una vez. Otra vez se dice un changador de Cristo. Estropajo, era una expresión que solía aplicarse a sí mismo y a los suyos.
De su vida escribe con una humildad y una dignidad que hace recordar a San Pablo:
"Sostenido por la gracia del Señor, he evangelizado a los pequeños, a los humildes, al pueblo, al pueblo pobre al que han envenenado con teorías perversas y arrebatado a Dios y a la Iglesia; en el nombre de la Divina Providencia he abierto los brazos y el corazón a sanos y enfermos, de toda edad, de toda religión, de toda nacionalidad: a todos habría querido dar, junto con el pan corporal, el divino bálsamo de la Fe, pero especialmente a nuestros hermanos que más sufren y están más abandonados.
Tantas veces he sentido a Jesucristo cerca de mí, tantas veces me pareció ver a Jesús en los más
desdichados y los que están más abandonados".
Pero esto no le bastaba, y rezaba a la Virgen:
"Vivir, palpitar, morir a los pies de la Cruz con Cristo.
Beatísima Madre, haz que tus pequeños hijos, los hijos de la Divina Providencia, tengan amor;
dales amor, ese amor que no es tierra sino fuego de caridad y locura de la Cruz.
Danos, María, un alma grande, un corazón grande y magnánimo que llegue a todos los dolores y
a todas las lágrimas. Haz que seamos verdaderamente como nos quieres tú: los padres de los
pobres! Que toda nuestra vida esté consagrada a dar a Cristo al pueblo, y el pueblo a la Iglesia de
Cristo; que arda y resplandezca de Cristo: y en Cristo se consuma, en una luminosa
evangelización de los pobres: que nuestra vida y nuestra muerte sean un cántico dulcísimo de
caridad, y un holocausto al Señor".
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