Siendo
ya un joven seminarista, no podía admitir que hubiera niños en la
calle, dando vueltas por ahí, sin educación o sin alimento. De allí que
sus primeras acciones estuvieran claramente destinadas a ellos.
Cuentan
que al abrir el primer colegio para chicos pobres en 1893, sabía
perfectamente que, antes que nada, debía dar de comer. De hecho aquellos
primeros cuarenta niños provenientes de la más extrema miseria, traían
consigo serios problemas de desnutrición. Y era Don Orione en persona
quien se ponía a servir las mesas mientras les daba ánimo: “Coman
muchachos, que pan y pasta hay toda la que quieran”.
Mayor
compasión aun despertarían en él las víctimas de los terremotos
producidos a principios de siglo XX en las ciudades italianas de Messina
o La Mársica, o las terribles consecuencias de la guerra. Allí, sus
oídos, que de por sí ya estaban atentos, duplicarían su capacidad de
escucha ante los gemidos de aquellos que –habiendo tenido la suerte de
sobrevivir- morirían de hambre o frío.
Ya,
cuando vislumbraba el ocaso de su vida, y le aconsejaban fervientemente
que fuera a vivir a un lugar mucho más cuidado, decía con absoluta
sinceridad: “Soy un pobre hijo de la tierra, mi padre era picapedrero,
toda mi familia era pobre; si debo salir de aquí, quiero ir a morir
entre los pobres… Quiero morir rodeado de aquellos niños que no tienen a
nadie”.
Luis
Orione supo dar respuesta al sufrimiento de los niños de su tiempo, y
desde lo más concreto: casa, techo, plato de comida, educación… lo que
se dice un amor de esos que no se quedan en meras palabras. Un verdadero
Grande entre los más Pequeños.
Este hombre, tan posesionado de su amor y de su obra, tenía también él un pobre corazón humano. De sus cartas surge con frecuencia como el lamento, el deseo, la dulzura de los afectos humanos.
Ha amado a sus jóvenes, a sus pobres, a sus sacerdotes, con una ternura fraterna, materna.
Muchas veces se encendía su fantasía, y después de haber escrito este párrafo formidable:
"Amar a las almas, querer salvar a todas las almas, ayudar a Cristo a salvar, a salvar y santificar
nuestras almas y las almas de nuestros hermanos, con total abnegación de nosotros mismos, total negación de nosotros mismos, total sacrificio; con total sacrificio de nosotros mismos, como hostias puras de Jesús, como corderos de Jesús, en pos de Jesús y todo por Jesús";
sentía el cansancio, la fatiga, su condición de hombre mortal, y añadía: "Animo! prosigan así, mis queridos hijos : así se llega al santo Paraíso. Animo y adelante, que el mañana nos deparará a mí y a ustedes el santo Paraíso. ¿Qué es la vida? Vapor est: mañana estaremos con Jesús. Ah! querido y santo Paraíso!"
Al final Don Orione estaba y se veía cansado, casi terminado. De todas partes se le pedía y ordenaba que descansara. Pocos meses antes de la muerte, un ataque más grave lo dejó en tal estado que ya no pudo resistir a esas peticiones y órdenes. Aceptó ir a descansar a San Remo,
donde murió
Un Grande entre los Pequeños·
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