La
compra de la “Casa de los Oblatos”
Los
meses transcurrieron en un clima de renovado “deseo de hacer”. La afirmación - por
así decir - “canónica” contra los adversarios y detractores daba nuevo impulso
a los espíritus; sin embargo, no había margen para ningún triunfalismo. Alegría
íntima, sí: la Obra había sido aprobada... ¡y era primavera!
Todos
los aspectos de las cosas recuperaban su belleza, y además, ¡era la primavera de
la Obra! Pero, de pronto, reaparecen las circunstancias difíciles, el banco de
pruebas para esa alegría y ese celo. En el cercano 1904 caducaba la concesión
que la Comuna de Tortona había hecho para el “Santa Clara”. Fuese o no por
necesidad real, la Comuna misma pidió la casa con un preaviso de año y medio.
Había
que desalojar. Don Orione hizo un recuento de los muchachos: trescientos.
Desalojar,
por lo tanto, a trescientos diez, porque debía contarse también al personal directivo
y auxiliar. Con sus trescientos, Leónidas detuvo a Jerjes en las Termópilas,
pero Don Orione, con sus trescientos diez no podía detener al municipio de
Tortona.
Fue entonces cuando despertó en él el deseo de cierta casa grande,
restaurada, limpia, que estaba allí, a dos pasos y esperaba llamativamente a
alguien dispuesto a usarla. Se trataba
de la “Casa de los Oblatos” preparada con tanto amor y tanta esperanza por
el Obispo para un grupito ideal de sacerdotes escogidos, “entregados” a una
tarea decididamente superior. Tal había sido el sueño de Monseñor Bandi, pero
no pasó de un sueño. Transcurrido el tiempo, consumada la desilusión - aceptada
por amor de Dios -, Monseñor estaría dispuesto, quizá, a vender su hermosa casa
para saldar las deudas contraídas debido al Seminario de Stazzano. Y Don Orione,
sabiéndolo - o intuyéndolo - se dirigía a la Virgen: - ¡Oh, Virgen Santa, si es
posible, dame esa casa para mis muchachos!
Mientras
tanto, más de una vez tuvo efecto este diálogo con el Obispo:
-
¡Excelencia, véndame la casa! - Sí... - respondía el Obispo con cierta sonrisa
atribulada que lo caracterizaba -, sí: te la vendo. Y luego, tú, ¿con qué me la
pagas?
-
Pero, al fin y al cabo, la Providencia ayudará... Y la conversación concluía
melancólicamente. Mientras tanto, los días transcurrían y se navegaba hacia el
temido 1904, año de vencimiento del contrato. En cierto momento se presentó una
benefactora, la condesa Agazzini de Ameno, quien se ofreció a comprar el
edificio del “Santa Clara”. Don Orione respiró, informó en seguida al Obispo y
estudiaron juntos el proyecto que, sin embargo, parecía irrealizable;
finalmente, el Obispo se mostró adverso y la situación quedó como estaba. Don
Orione creía estar caminando bajo un cielo cada vez más cargado de
nubes; le parecía andar hacia la tormenta que se iba desencadenar puntualmente
en el famoso 1904.
Un
día, pasando por el jardín de la “Casa de los Oblatos”, sintió con más fuerza
que nunca la necesidad de contar con ese edificio y tuvo una idea: tomó una
estatuita de la Virgen, la cubrió con dos tejas y - palabras textuales de Don
Orione - “sembró la Virgen en un ángulo del huerto...”.
Pasó
algún tiempo. El Obispo se sintió inclinado otra vez a darle el edificio, a
pesar de que los obstáculos subsistían. El 4 de mayo de 1904 se llegó a un
acuerdo con condiciones fijas para una futura compra-venta; parecía haberse
dado un primer paso estable, pero muy particular, entre dos generosos: uno
imbuido del deseo de comprar para sus cientos y tantos muchachos, pero
desprovisto de dinero; el otro, ansioso por donar la casa, pero con las manos
atadas por la necesidad de dinero para pagar las deudas contraídas. estos dos
grandes señores de la caridad realizaron un contrato, estipularon de palabra
para el futuro, y el Obispo concedió a Don Orione el permiso utópico de construir
un piso alto. Mientras tanto, las cosas siguieron tal cual, y fue necesario que
la Obra de la Divina Providencia pidiese al municipio una prórroga del
desalojo, cosa que obtuvo providencialmente. Sin embargo, la simiente
germinaba. Un día se presentó la señora Francesca
Zurletti, una benefactora alejandrina que ofreció nada menos que veinte mil
liras. Se pasó rápidamente, con los ojos desorbitados por el estupor y la
conmoción, a la tasación del inmueble que, para decir poco y no faltar a la más
estricta justicia, fue valuado en veinticinco mil liras; mientras el Obispo se
disponía a pedir a Roma el permiso para el traspaso, surgieron otras
dificultades respecto a las modalidades de la transferencia de la propiedad, y
Don Orione escribió una carta que vale la pena trascribir: “...Le repito de
rodillas que, abandonado por entero en manos de Dios, no tuve otra voluntad ni
otro deseo que el de no estimar en menos la santa vocación y el espíritu del
Instituto, que usted bendijo y aprobó, y el de ser siempre su pobre perro fiel.
La Obra, por su naturaleza, no puede ser reducida a un asunto de ladrillos ni a
ninguna otra cosa. Usted me dice que el convenio no está firmado aún, pero le
digo que aunque hubiesen sido cien firmas y yo hubiera sabido que usted se
había arrepentido, se lo habría llevado de inmediato... Quiero ser como masa de
una sustancia sin resistencia, que usted pueda poner a verter donde quiera y en
su mano como una varita que pudiera hacer girar de acuerdo con la inspiración
que le trasmite Dios, y ponerla donde le guste y romperla como le pareciera.
Nunca, jamás he pedido una verdadera cesión perpetua de la Casa, tomada en su
sentido humano y legal; no, sino una cosa in Domino, in Domino, in Domino, un Decreto,
otra fórmula incluso más solemne, si la encuentra usted, magna expresión de fe
y de caridad. Le dije que, si tuviese un palacio nada me consolaría excepto el
Señor con su Divina Providencia...”.
Las
tratativas avanzaron; el 4 de julio de
1905, Pío X acogió el pedido del Obispo, lo autorizó a vender la Casa de los
Oblatos a la Obra de la Divina Providencia al precio de veinticinco mil
liras que se usarían para la exención de los gravámenes del seminario, uniendo
y cediendo a la Obra de la Divina Providencia el beneficio parroquial de San Miguel,
agregado ya a la Casa de los Oblatos por escrito de la Sagrada Congregación del
Concilio el 1º de febrero de 1893. Las cosas maduraban.
Se fijó como fecha de
pago el 20 de octubre, y Don Orione, suspenso entre la alegría y el sentido de
la realidad, volvió a contar sus veinte mil liras... ¡no faltaban más que cinco
mil! Un sacerdote amigo suyo, Don Inocencio Zanalda, párroco de Santa María de
la Versa, le escribió por esos días pidiéndole admitiera en el “Santa Clara” a
un jovencito.
El 12 de octubre Don Orione respondió, desde Roma, que aceptaba
al muchacho, pero que se veía obligado, él, tan reacio en general, a pedirle
que, si podía pagar algo, que pagase: “¿Sabes por qué te digo esto? Porque como
te habrás enterado, le compré al Obispo la Casa de los Oblatos en 25.000 liras.
Pero resulta que ahora me veo envuelto en un gran embrollo porque confiaba en
la palabra de un sacerdote de enviarme las 5.000 liras restantes. Me falló, o
al menos por ahora no puede pagarme. Y te confieso que me encuentro ante graves
problemas. Por eso te digo que, si el muchacho puede pagar aunque sea un poco,
que lo pague...”.
Don
Zanalda metió mano en su cartera y envió las cinco mil liras. Don Orione no
terminaba de darle gracias en lo más íntimo de su corazón, pero más aún le
agradeció a la Virgen, y lo hizo de un modo que puede parecer extravagante,
pero que fue realmente espontáneo y, al mismo tiempo, revela un rasgo particular
del estilo del fundador y de su forma de comunicarse con el prójimo: un estilo
que surgía con libertad y seguridad de un entusiasmo purísimo y profundo, y no
obstante parecía teñido de una astucia casi jocosa, aunque válida.
Había en
este gran religioso un modo espontáneo, ágil, casi jovial de guiñarle el ojo al
adversario, a los detractores, a cuantos procuraban interponer un obstáculo
cuando él tomaba una iniciativa toda amor, toda fuego, y aparentemente
desprovista de sentido práctico. En tales circunstancias aparecía el Don Orione
integral, inflexible pero ductilísimo, dotado de una fuerza gigantesca para la
realización de sus iniciativas, y al mismo tiempo humilde, complaciente, casi
proteico para las soluciones, hasta el punto de desorientar a los antagonistas
rígidos; y dotado además de un buen humor muy especial que le permitía confiar
sonriendo y oponiéndose a todos y resolver las dificultades aparentemente casi
jugando.
Un Don Orione adulto y niño que veía - las circunstancias más arduas,
con los ojos de una infancia abandonada en Dios, gozosa en Dios, imperturbable en
el corazón de Jesús. Esta era su fuerza, ese poder de persuasión que cuando los
otros menos lo esperaban irrumpía desde su corazón en lo más denso de la
controversia y lo resolvía todo. Nos atrevemos a decir algo más: el buen humor
orionino, que resolvía miles y miles de cuestiones, alguna vez, frente a un oponente
vencido, se coloreaba con un leve y cordial: “¡Te la hice, pero estemos
alegres, porque también es bueno para ti si Dios fue servido!”.
“En esos meses
- cuenta el mismo Don Orione - se habían terminado los trabajos de refacción y
edificación de un piso alto de la casa recién adquirida. Debían ser inaugurados
para el comienzo del año escolar 1905-1906. “Hice poner, entre la arcada y las
vigas, no totalmente sacadas, el cuadro de la Virgen del Buen Consejo que nos
había sido donado por el mismo Monseñor Novelli, y que luego se mandó a San
Remo. Le pegué los billetes de mil - inclusive
los corté por la mitad para que alcanzasen - y los dispuse como una aureola
alrededor del cuadro.
“En
esa época todo el clero me miraba con desconfianza; sólo se me acercaban
Monseñor Novelli y Monseñor Carlo Perosi; los otros me escapaban. Vino Monseñor
Novelli, y cuando se puso delante de la Virgen del Buen Consejo vio todo ese
dinero que tapizaba el cuadro. Se quedó maravillado, y en clase de teología del
seminario le gustaba contar la visita hecha a la Casa de la Providencia y el dinero
que había visto, de modo que, aunque las deudas siguieron existiendo, la idea
de la ruina por quiebra se disipó...”. “Se la había hecho a los incrédulos, a
los murmuradores profetas de desgracias... Y debió sentir esa alegría en
plenitud si escribió para el folleto de la Obra el siguiente esbozo de
artículo, después que, por fin, hubo estipulado el contrato regular de compra de
la Casa de los Oblatos para el 15 de noviembre de 1905.
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