San Luis Orione (1872-1940) es un santo a quien consideramos auténticamente argentino.
En
efecto, su vida contribuyó a hacer que nuestra patria sea una realidad
con lugar para todos, especialmente para aquellos que sufrían el
desamparo. En este artículo acercamos la figura del Fundador a la famosa
obra escrita en el siglo XIX por el novelista francés Víctor Hugo,
llamada “Los Miserables”, una de las expresiones literarias del
romanticismo, que comportó una crítica a la sociedad burguesa de
aquellos tiempos.
En la nota preliminar a una de las versiones castellanas se puede
leer que “Ningún escritor del siglo proporcionó mayor servicio que Hugo a
la causa de la justicia social. Nadie, en ningún país obró con más
grande independencia política y desinterés personal para crear una
conciencia de solidaridad humana” y más adelante, “Víctor Hugo, fue bajo
todas las formas de gobierno, el abogado de todos los desheredados, de
todos los infortunados, de todos los oprimidos, naciones o individuos;
una gran piedad fue siempre el infalible impulso con que propuso o
sostuvo reformas sociales”.
Los desamparados de todos los tiempos
A medida que se entra en la trama de “Los Miserables”, se pueden
encontrar expresiones fascinantes, tanto por su estilo literario como
por su mensaje. Pero existe una escena en el libro segundo de la novela,
que indudablemente inspiró a Don Orione a escribir una de sus más
hermosas páginas sobre el “Pequeño Cottolengo Argentino”. Se trata de la
escena del diálogo que tiene monseñor Myriel con el convicto Juan
Valjean; éste último buscando un refugio después de haber quedado libre,
no encuentra más que gestos agresivos y rechazo en los habitantes de
aquel poblado:
“[...] destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada, se echó
sobre el banco de piedra que estaba a la puerta de aquella imprenta. Una
anciana salía de la iglesia en aquel momento, y vio a aquel hombre
tendido en la oscuridad.
–¿Qué hacéis, buen amigo? –le preguntó.
–Ya lo veis, buena mujer, me acuesto –le contestó con voz colérica y dura.
La buena mujer, bien digna de este nombre, era la marquesa de R.
–¿En ese banco? –replicó. [...]–He llamado a todas las puertas.
–¿Y qué?
–De todas me han arrojado.
La “buena mujer” tocó en el hombro al viajero, y le señaló al otro
extremo de la plaza una puerta pequeña al lado el palacio arzobispal.
–¿Habéis llamado –repitió– a todas las puertas?
–Sí.
–¿Habéis llamado a aquélla?
–No.
–Pues llamad a ella.
Y fue así que nuestro amigo, se dirigió al lugar indicado por la
anciana. El obispo, que estaba por cenar con su hermana y el ama de
llaves, escuchó que golpeaban la puerta de su casa, y sin preguntar
quien lo hacía, dio el permiso de entrar. Las mujeres, ante la figura
que salía de la oscuridad, quedaron mudas e inmóviles como estatuas.
El
obispo, con mirada tranquila, escuchó de boca del presidiario todas las
peripecias que había sufrido buscando un lugar para dormir. Después de
esto, ordenó que prepararan un cuarto para el visitante recién llegado.
Y, dirigiéndose a su ama de llaves, indicó:
–Señora Magloire
[...],
poned un cubierto más [...] Mientras hablaba, el obispo se había
levantado a cerrar la puerta que había quedado completamente abierta. La
señora Magloire volvió, y trajo un cubierto que puso en la mesa.
–Señora
Magloire –dijo el obispo–, poned ese cubierto lo más cerca posible de
la lumbre. –y volviéndose hacia su huésped: El viento de la noche es muy
crudo en los Alpes: ¿tenéis frío, caballero?
Cada vez que
pronunciaba la palabra caballero con su voz dulcemente grave, se
iluminaba la fisonomía del huésped. Llamar caballero a un presidiario,
es dar un vaso de agua a un naufrago de la Medusa. La ignominia está
sedienta de consideración.
–Mal alumbra esta luz –dijo el obispo–. La
señora Magloire lo oyó; trajo de la chimenea del cuarto de Su
Ilustrísima los dos candelabros de plata, y los puso encendidos en la
mesa.
–Señor cura –dijo el hombre–, sois bueno; no me despreciáis. Me
recibís en vuestra casa. Encendéis las velas para mi. Y sin embargo, no
os he ocultado de dónde vengo, y que soy un miserable.
El obispo que estaba sentado a su lado, le tocó suavemente la mano:
–Podéis
escusaros el decirme quién sois. Esta no es mi casa, es la casa de
Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un
nombre, sino si tiene algún dolor. Padecéis; tenéis hambre y sed: pues
seáis bienvenido. No me lo agradezcáis; no me digáis que os recibo en mi
casa. Aquí no está en su casa más que el que necesita un asilo. Así
debo decíroslo a vos que pasáis por aquí: estáis en vuestra casa más que
yo en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro. ¿Para qué necesito saber
vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes que le dijéseis lo
sabía yo.
El hombre abrió sus ojos asombrado.
–¿De veras? ¿Sabéis cómo me llamo?
–Sí –respondió el obispo–
¡os llamáis mi hermano!”
Efectivamente, cómo no ver en este texto de Víctor Hugo, la inspiración
del famoso escrito de Don Orione sobre el “Pequeño Cottolengo
Argentino”, que dice:
“Confiados en la Divina Providencia, en el gran
corazón de los argentinos y en cada persona de buena voluntad, se
inicia en Buenos Aires, en el Nombre de Dios y con la bendición de la
Iglesia, una humildísima Obra de fe y de caridad, que tiene como
objetivo dar asilo, pan y consuelo a “los desamparados”, que no han
podido encontrar ayuda y refugio en otras Instituciones de beneficencia.
La Obra extrae vida y espíritu de la caridad de Cristo, y su nombre
de San José Benito Cottolengo, que fue Apóstol y Padre de los pobres
más infelices. La puerta del Pequeño Cottolengo no preguntará a quien
entra si tiene un nombre, sino solamente si tiene un dolor. “Charitas
Christi urget nos” ¡Cuántas bendiciones tendrán de Dios y de nuestros
queridos pobres aquellos generosos, que nos darán ayuda para aliviar
tantas miserias, para mitigar los dolores de aquellos que son como el
deshecho de la sociedad!”
Hay otros testimonios que demuestran, no
solamente que Don Orione leyó “Los Miserables”, sino que tenía
admiración por algunas de las expresiones de la novela francesa.
Escribiendo una carta, de la cual se conserva sólo una parte, tal vez
dirigida a una madre sufriente y preocupada por la situación de su hijo,
la anima a permanecer firme en la fe, para reconocer el consuelo de
Dios. Y a renglón seguido, hace una analogía entre su situación y
aquella descrita en el libro del escritor francés:
“[...] Siempre ha
quedado impresa en mí, la figura venerada de aquel obispo, que Victor
Hugo describe en los dos primeros libros de ‘Los Miserables’, que supo
librar del abismo y dar consuelo y liberación al condenado Juan Valjean,
evitando de sermonearlo con alguna palabra que sonase a un reto,
adornada de moral y de admonición. ¡Cuán sublime y divina caridad de
Jesucristo! ¡Y qué grande es la iglesia en aquel obispo! [...]”
Y en
otro lugar, Don Orione da un paso más, porque en el episodio del
encuentro de Mons. Myriel con Juan Valjean en aquella casa, nuestro
Fundador, identifica al obispo con José Benito Cottolengo, el fundador
de la “Pequeña Casa”, la casa de todos:
“En ‘Los Miserables’ de
Victor Hugo, la escena del presidiario: - echado de uno y otro albergue:
ve cerrarse precipitadamente todas las puertas; implora un vaso de agua
y obtiene la amenaza de un escopetazo; hasta un perro lo echa de su
canil. Finalmente, siguiendo el consejo de una anciana, que salía de la
iglesia, golpea la puerta de Mons. Myriel: ‘¡Entrad!’ Y el obispo, que
lo saluda, lo abraza, le brinda la más fraterna y dulce hospitalidad.
“Pero no le he dicho mi nombre – grita el condenado – mi nombre que a
todos da miedo. ¿Y Ud. no me rechaza? Y Mons. Myriel responde: Esta no
es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que
entra por ella si tiene un nombre, sino si tiene algún dolor.
‘Los
Miserables’ salía a la luz en 1866, pero desde hacía 35 años, Turín,
tenía esa puerta. Victor Hugo la había descrito como un ideal, como un
sueño. [Pero ya] era una realidad: en el Cottolengo no se pregunta si
[alguno] tenga un nombre, sino solamente si tiene un dolor. Y delante a
aquella puerta Victor Hugo hubiese ciertamente repetido la frase del
condenado: ‘Qué hermoso, es un buen sacerdote!’ ¡Y el Beato [José
Benito] Cottolengo fue [ese] buen sacerdote!”
Desde joven, Don Orione
tuvo admiración por la figura y la obra de José Benito Cottolengo
(1786-1842). De hecho, cuando aún estaba en el Oratorio Salesiano de
Valdocco solía pasar por “La Pequeña Casa” de Turín, lugar que le atraía
muy especialmente.
Los desamparados argentinos
En octubre de 1934 Don Orione se embarcó desde Génova hacia Buenos
Aires, permaneciendo en el continente latinoamericano hasta agosto de
1937. Durante ese largo periodo de tiempo desarrolló una intensa
actividad en favor de los desamparados y marginados de la sociedad
argentina, de entre las que se destaca la fundación en Buenos Aires del
“Pequeño Cottolengo Argentino” en abril de 1935. Así lo comprendía:
“Jesús,
en verdad has sido él desecho del mundo y en esto nuestros queridos
pobres del Pequeño Cottolengo se asemejan un poco a ti. ¡Jesús, tu
primer pueblo te ha rechazado y no quiso recibirte! Te convertiste en el
gran Repudiado. No has tenido otra cosa que una gruta abierta a la
intemperie: Tú eres el Primero de los pobres del Cottolengo”
Por
ello, el “Pequeño Cottolengo” y sus “desechos”, son la metáfora del
entero amor de Dios, que abraza toda la historia; que toca y transforma a
todos los seres humanos, constituyéndolos, de una muchedumbre en su
pueblo: el Pueblo de Dios.
Ser “del Cottolengo” constituye como una
parábola del estado de sufrimiento que vive toda persona, pero que en
Cristo, es transformado radicalmente en fuente de vida.
Y la Iglesia
se ha hecho instrumento de la Providencia de Dios para estar junto a
todo el que sufre, misión que nunca tendrá que abandonar.
Don Orione,
especialmente, en los años transcurridos en Argentina lo comprendió tan
bien que no vaciló en dar la vida por ello. Para él, todo aquel que
quiera participar en la construcción de una humanidad nueva, no sólo
tendrá que servir a Jesús en los pobres, sino querer vivir como su
Señor, corriendo la suerte de los “desamparados y excluidos”.
El
rostro providencial de Dios, es como aquella “buena mujer” que saliendo
de la iglesia observó al hombre tendido en la oscuridad, rechazado por
todos, e indicó la puerta de la casa del arzobispo, como un lugar
seguro.
Esa misma Providencia es la que nos indicara las puertas que,
como argentinos, deberemos abrir a fin de asumir en nuestra existencia
el modo paternal y maternal del amor, y ser verdaderamente una patria
para todos
.https://www.donorione.org.ar/web/index.php/239-el-fundador-revista/don-orione-y-victor-hugo