32. Es
verdad que una tragedia global como la pandemia de Covid-19 despertó durante un
tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca,
donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que
únicamente es posible salvarse juntos. Por eso dije que «la tempestad
desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y
superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas,
nuestros proyectos, rutinas y prioridades. […] Con la tempestad, se cayó el
maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre
pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa
bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos».
33. El
mundo avanzaba de manera implacable hacia una economía que, utilizando los
avances tecnológicos, procuraba reducir los “costos humanos”, y algunos
pretendían hacernos creer que bastaba la libertad de mercado para que todo
estuviera asegurado. Pero el golpe duro e inesperado de esta pandemia fuera de
control obligó por la fuerza a volver a
pensar en los seres humanos, en todos, más que en el beneficio de algunos. Hoy
podemos reconocer que «nos hemos
alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo
distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos
perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el resultado rápido y seguro
y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. Presos de la
virtualidad hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad». El dolor, la incertidumbre, el temor y la
conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el
llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la
organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra
existencia.
34. Si todo
está conectado, es difícil pensar que este desastre mundial no tenga relación
con nuestro modo de enfrentar la realidad, pretendiendo ser señores absolutos
de la propia vida y de todo lo que existe. No quiero decir que se trata de una
suerte de castigo divino. Tampoco bastaría afirmar que el daño causado a la
naturaleza termina cobrándose nuestros atropellos. Es la realidad misma que
gime y se rebela. Viene a la mente el célebre verso del poeta Virgilio que
evoca las lágrimas de las cosas o de la historia.33
35. Pero
olvidamos rápidamente las lecciones de la historia, «maestra de vida».34 Pasada
la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre
consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al final
ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”. Ojalá no se trate de otro
episodio severo de la historia del que no hayamos sido capaces de aprender.
Ojalá no nos olvidemos de los ancianos que murieron por falta de respiradores,
en parte como resultado de sistemas de salud desmantelados año tras año. Ojalá
que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida
y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los
otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y
todas las voces, más allá de las fronteras que hemos creado.
36. Si no
logramos recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de
solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes, la ilusión global
que nos engaña se caerá ruinosamente y dejará a muchos a merced de la náusea y
el vacío. Además, no se debería ignorar ingenuamente que «la obsesión por un
estilo de vida consumista, sobre todo cuando sólo unos pocos puedan sostenerlo,
sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca».35 El “sálvese quien
pueda” se traducirá rápidamente en el “todos contra todos”, y eso será peor que
una pandemia.
33 Cf.
Eneida 1, 462: «Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt».
34 «Historia
[…] magistra vitae» (MARCO TULIO CICERÓN, De Oratore, 2, 36).