La esperanza no defrauda
De la Bula de Indicación del Jubileo Ordinario del año 2025, Spes non contunditi.
Redescubrir la paciencia es muy beneficioso para uno mismo y para los demás.
San Pablo suele usar la paciencia para enfatizar la importancia de la perseverancia y la confianza
en lo que Dios nos ha prometido, pero sobre todo da testimonio de que Dios es paciente con nosotros, Él, que es «el Dios de la perseverancia y del consuelo» (Rm 15,5).
La paciencia, también fruto del Espíritu Santo, mantiene viva la esperanza y la consolida como virtud y estilo de vida. Por lo tanto, aprendamos a pedir con frecuencia la gracia de la paciencia, que es hija de la esperanza y, al mismo tiempo, la sostiene. De este entrelazamiento de esperanza y paciencia, se desprende claramente que la vida cristiana es un camino, que también requiere momentos intensos para alimentar y fortalecer la esperanza, compañera insustituible que nos permite vislumbrar la meta: el encuentro con el Señor Jesús (nn. 4-5).
La esperanza, junto con la fe y la caridad, forma el tríptico de las «virtudes teologales», que expresan la esencia de la vida cristiana (cf. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3). En su dinamismo inseparable, la esperanza es lo que, por así decirlo, orienta, indica la dirección y el propósito de la existencia del creyente. Por ello, el apóstol Pablo nos invita a «alegrarnos en la esperanza, ser pacientes en la tribulación, constantes en la oración» (Rm 12,12). Sí, necesitamos «rebosar de esperanza» (cf. Rm 15,13) para dar un testimonio creíble y atractivo de la fe y el amor que llevamos en el corazón:
para que la fe sea gozosa, la caridad entusiasta; para que todos puedan ofrecer incluso una simple sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio generoso, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza para quienes lo reciben (n. 18).
El próximo Jubileo será un Año Santo caracterizado por una esperanza inquebrantable, la esperanza en Dios.
Que nos ayude también a redescubrir la confianza necesaria en la Iglesia y en la sociedad, en las relaciones interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de cada persona y en el respeto a la creación.
Que el testimonio de la fe sea en el mundo levadura de auténtica esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva (cf. 2 P 3,13), donde podamos vivir en justicia y en armonía entre los pueblos, esforzándonos por cumplir la promesa del Señor.
Dejémonos atraer por la esperanza desde ahora y que, a través de nosotros, se contagie a todos los que la deseen. Que nuestra vida les diga: «Espera en el Señor, sé fuerte, y tu corazón se alivie de la inseguridad; espera en el Señor» (Sal 27,14). Que la fuerza de la esperanza llene nuestro presente, mientras esperamos con confianza el regreso del Señor Jesucristo, a quien corresponde la alabanza y la gloria ahora y por los siglos venideros (n. 25).