El 31 de enero se celebra la fiesta de San Juan Bosco,
recordando su fallecimiento en 1888. Un santo cuya vida fue un derramar
constante de milagros, en medio de un don gigantesco de guía y formación de
jóvenes y adolescentes. Juan tenía una cantidad inigualable de dones: dueño de
un físico superdotado, podía derrotar a deportistas profesionales en medio de
proezas que sorprendían a todos. Actor inspirado, su talento para la comedia y
el drama atraía a niños y adultos. Pero su amor por Jesús, a través de Maria
Auxiliadora, supo darle a su vida un giro sorprendente. En pocos años se
transformó en un imán que atraía a las multitudes, que sabían de los milagros
sorprendentes que lo rodeaban, signo de su santidad.
Sus sueños proféticos, de los que se cuentan 159 en forma
documentada, adelantaron muchas cosas que ya han ocurrido, y muchas otras que
están pendientes de ocurrir. El más famoso, sin dudas, es el de las dos
columnas, verdadero anticipo de la historia que espera a la iglesia y al mundo.
El 26 de mayo de 1862 Don Bosco había prometido a sus
jóvenes que les narraría algo muy agradable en los últimos días del mes. El 30
de mayo, pues, por la noche les contó una parábola o semejanza según él quiso
denominarla. He aquí sus palabras: «Os quiero contar un sueño. Es cierto que el
que sueña no razona; con todo, yo que Os contaría a Vosotros hasta mis pecados
si no temiera que salieran huyendo asustados, o que se cayera la casa, les lo
voy a contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algunos días.
Figúrense que están conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escrollo
aislado, desde el cual no ven más tierra que la que tienen debajo de los pies.
En toda aquella superficie líquida se ve una multitud incontable de naves
dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de
hierro a modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello contra lo cual llega a
chocar. Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas
de diferentes clases; de material incendiario y también de libros (televisión,
radio, internet, cine, teatro, prensa), y se dirigen contra otra embarcación
mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al
menos acerle el mayor daño posible.
A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta
numerosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas
maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la
agitación del mar favorece a los enemigos. En medio de la inmensidad del mar se
levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distante la
una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a
cuyos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum.
Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de
tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas
palabras: Salus credentium. El comandante supremo de la nave mayor, que es el
Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada
en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los
pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir.
Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y se congregan alrededor del
Papa. Celebran consejo; pero al comprobar que el viento arrecia cada vez más y
que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el
mando de sus naves respectivas.
Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne por
segunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la
borrasca se torna nuevamente espantosa. El Pontífice empuña el timón y todos
sus esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente
entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden
numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas. Las naves
enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su
marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con
materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que
intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los
espolones: el combate se toma cada vez más encarnizado. Las proas enemigas
chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan
inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la
gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A veces sucede que por
efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una
larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento
suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.
Disparan entretanto los cañones de los asaltantes, y al
hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y
espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar. Entonces, los enemigos,
encendidos de furor comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los
puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate.
Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le
acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda
vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre
los enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero
apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos
lo han elegido inmediatamente; de suerte que la noticia de la muerte del Papa
llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a
desanimarse. El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos,
guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio comprendido entre
ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna
que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la
parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la
Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves que hasta aquel omento habían luchado contra
la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan
entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las
demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa,
son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas. Otras naves,
que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes,
continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al
desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan
aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los
garfios pendientes de las mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en
compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma
absoluta. Al llegar a este punto del relato, San Juan Bosco preguntó a Beato
Miguel Rúa: —¿Qué piensas de esta narración? Beato Miguel Rúa contestó: —Me
parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves
representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación
del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con
toda suerte de armas intentan aniquilarla.
Las dos columnas salvadoras me parece que son la
devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Beato
Miguel Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y San Juan Bosco nada dijo
tampoco sobre este particular. Solamente añadió: —Has dicho bien. Solamente
habría que corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las
persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora
ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los
enemigos de la Iglesia están representados por las naves que intentan hundir la
nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse
en medio de tanto desconcierto! Devoción a María Santísima. Frecuencia de
Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos
nosotros y para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo momento.
¡Buenas noches! Las conjeturas que hicieron los jóvenes sobre este sueño fueron
muchísimas, especialmente en lo referente al Papa; pero Don Bosco no añadió
ninguna otra explicación. Cuarenta y ocho años después —en A.D. 1907— el
antiguo alumno, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las
palabras de San JuanBosco. Hemos de concluir diciendo que César Chiala y sus
compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o profecía.Fuente
AICA