Navidad de 1920.
Saludo natalicio a los benefactores:
Había una vez un rey, un rey potente y prepotente,
quien, a la cabeza de las hordas mongólicas, salió de los confines del reino y
entró en los países vecinos, pasando a hierro y fuego aldeas y ciudades y
llevando consigo esclavos a los pobladores que su masacre no había podido
masacrar; ante su presencia, huían hasta las bestias; tras él no dejaba más que
sangre, ruinas y muerte.
Hizo esculpir sus gestas en las rocas de los montes,
para que su nombre y fama infundieran terror también a las generaciones por
venir. Cuando sintió que se aproximaba a su fin, se hizo construir un gran
mausoleo, destinado a ser su tumba eterna; las piedras eran colosales,
verdaderos bloques de durísimo pedernal, excavados en el seno de montañas
gigantes. Quiso que su cuerpo fuera embalsamado con esencias preciosas, para
que la muerte no lo tocase; los siglos lo debían ver pasar inalterado,
invulnerable también ante la muerte.
Ordenó además que en el puño le pusieran su daga y en
el brazo el escudo y que le calaran la visera sobre la frente soberbia y fiera,
terrible y espantoso aun muerto.
Pero su nombre no perdura entre nosotros más que en
algún diccionario, en los viejos y polvorientos libros de historia, papeles
inútiles para nuestros estudiantes.
Quien lee su nombre, si por casualidad lo encuentra,
se pregunta, como se preguntaba el Don Abbondio manzoniano de Carnéades: ¿quién
era éste?
Su nombre ya no vive entre nosotros: ¡Gengis khan!
Aunque oigamos hablar de él, uno de los más grandes conquistadores del mundo,
nuestro rostro no se ilumina y nuestro corazón no late.
Las lluvias y las intemperies han destruído hasta la
última piedra de su monumento, y los más tenaces arqueólogos han buscado en
vano entre las ruinas la tumba ya inexistente del terrible mongol.
La arena del desierto ha borrado sus rostros y el ala
vengadora del tiempo ha destruído su nombre, si bien estuvo gravado en la
piedra viva de aquellos mundos que vieron pasar al triunfador, que oyeron
retumbar los valles a los gritos de sus asaltos salvajes y la tierra temblar y
gemir bajo el pie de su elefante.
* * *
Pero una vez hubo otro rey, un rey suave y más que rey
y señor, padre dulce de su pueblo. No tenía soldados y no los quiso tener
nunca. No derramó la sangre de nadie, no quemó la casa de nadie. No quiso que
su nombre estuviera grabado en las rocas de los montes sino en el corazón de
los hombres. Un rey que no hizo mal a nadie y sí bien a todos, como la luz del
sol que da sobre los buenos y sobre los malos. Extendió la mano a los
pecadores, fue a su encuentro, se sentó y comió con ellos, para inspirarles
confianza, para rescatarlos de sus pasiones, de los vicios y, una vez
rehabilitados, encaminarlos hacia la vida honesta, el bien, la virtud.
Pasó dulcemente la mano sobre la frente febril de los
enfermos y los sanó de toda debilidad. Tocó los ojos de los ciegos de
nacimiento y éstos vieron, ¡y vieron en él al Señor! Tocó los labios de los
mudos, y hablaron ¡y bendijeron en él al Señor! A los
sordos les dijo: “¡Oíd!” y oyeron; a los leprosos y a los desechos de la
sociedad les dijo: “Quiero limpiarlos” y la lepra cayó como escamas y quedaron limpios.
Llevó al tugurio la luz del consuelo y evangelizó a los pobres, viviendo en el
pueblo más mísero de Palestina.
No buscó entre los grandes a quien lo siguiera ni
exaltó a los potentes de la inteligencia, del brazo o de la riqueza, sino a los
humildes y a los pobrecitos, paupérrimo también él. “Los zorros tienen su cueva
y los pájaros el nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde posar su cabeza”.
Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la disciplina de la mortificación,
de la oración, del trabajo, para fortalecerlos en la vida del espíritu. Se
mortificó, rezó, trabajó largamente, santificando así, con sus manos y con su
vida, el trabajo.
De aspecto simple, amaba la pureza, reacia a cualquier
adorno; era tal la santidad de su vida y de su doctrina, que hubiera bastado
para demostrar que era el enviado de Dios. Sus ojos y su frente estaban
iluminados por tanta beatitud celestial que ninguna persona honesta podía
sentirse infeliz después de haber visto su rostro.
A quien le preguntaba cómo había que vivir, respondía:
“Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos;
desprendeos de lo superfluo para darlo a los pobres y si queréis ser perfectos
renegad de vosotros mismos, abrazad vuestra cruz y venid, ¡seguidme!”.
A la muchedumbre que lo rodeaba para escucharlo o
porque una estupenda virtud curativa emanaba de Él, le decía palabras de
sobrehumana dulzura y de vida eterna: “Os doy un nuevo mandamiento: amaos
recíprocamente en el Señor y haced el bien a quien os hace el mal”.
De los niños dijo que sus ángeles ven siempre el
rostro de Dios y que será bienaventurado aquél que sea siempre niño en su
corazón, que sea puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a los niños
con un amor altísimo y divino, tanto que gritó, si bien nunca alzaba la voz:
“¡Ay de aquellos que escandalicen a los inocentes...!”
Multiplicó el pan, pero no para sí sino para las
muchedumbres. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, y lloró sangre. Secó
las lágrimas de muchos y de muchas almas perdidas.
Dijo a los cadáveres: “¡Levantaos!” y a esa voz
omnipotente la muerte fue vencida, los muertos resucitaron a nueva vida. Tenía
para todos una palabra de perdón y de paz; a todos infundió un soplo de caridad
restauradora, un rayo vivificante de luz, superior, divina.
Inicuamente perseguido y traicionado, aun en la cruz
invocó del Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros que lo
habían crucificado. El, que había hecho volver a poner la espada de Pedro en la
vaina, que no había derramado la sangre de nadie, quiso dar toda su sangre
divina y su vida por los hombres, sin distinción de judío, de griego, de romano
o de bárbaro: ¡verdadero rey de paz, Dios, Padre, Redentor de todos!
Quiso morir con los brazos abiertos, entre el cielo y
la tierra, llamando a todos –ángeles y hombres– a su Corazón abierto,
desgarrado, anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, todos, todos:
¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos!
No, Jesús no quiso construir un monumento fúnebre,
como Gengis Khan, como los antiguos reyes; sin embargo, por todas partes se ve
levantarse al cielo, en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos, una
casa consagrada a su memoria; aun allí donde no hay moradas humanas, en las
nieves eternas, se alza la capilla –tal vez una pobre choza muy parecida a la
gruta de Belén–, y sobre ella,
solitaria, hay una Cruz que recuerda la obra de amor y de inmolación de
Jesucristo Nuestro Señor. ¡Esa Cruz habla a los corazones del Evangelio, de
la paz, de la misericordia de Dios hacia los
hombres...!
¡No me vencieron sus milagros ni su resurrección, sino
su Caridad, esa Caridad que ha vencido al mundo!
* * *