SABÍAS ?

MOVIMIENTO LAICAL ORIONITA BARRANQUERAS

SABES LO QUE SIGNIFICA MLO? SIGNIFICA MOVIMIENTO LAICAL ORIONITA

¿ Y SU ORIGEN? :

El MLO tiene su origen en Don Orione el cual durante toda su vida, ha comprometido a los laicos en su espíritu y misión para "sembrar y arar a Cristo en la sociedad".

¿Quiénes integran el movimiento?
Todos aquellos laicos que enraizados en el Evangelio, desean vivir y transmitir el carisma de Don Orione en el mundo...

¿Cuál es el fìn del MLO?

Es favorecer la irradiación espiritual de la Familia orionita, más allá de las fronteras visibles de la Pequeña Obra.
¿Cómo lograr esto?

A través del acompañamiento, animación y formación en el carisma de sus miembros,respetando la historia y las formas de participaciòn de cada uno.

¿Te das cuenta? Si amás a Don Orione, si comulgás con su carisma, si te mueve a querer un mundo mejor, si ves en cada ser humano a Jesús, si ves esa humanidad dolorida y desamparada en tus ambientes, SOS UN LAICO ORIONITA.

¿SABÍAS?
El camino y las estructuras del MLO, se fueron consolidando en las naciones de presencia orionita. Al interno del MLO y con el estímulo de los Superiores Generales , se juzgó maduro y conveniente el reconocimiento canónico del MLO ... así fue solicitado como Asociación Pública de Fieles Laicos, ante la Congregación para la vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (CIVCVSA) y fue aprobado el 20 de noviembre de 2012.

Y BARRANQUERAS, SABÉS DONDE QUEDA? en el continente americano, en América del Sur, en ARGENTINA, y es parte de la Provincia del CHACO.

Algunas de las imágenes que acompañan las diferentes entradas de este Blog pueden provenir de fuentes anónimas de la red y se desconoce su autoría. Si alguna de ellas tiene derechos reservados, o Ud. es el titular y quiere ser reconocido, o desea que sea quitada, contacte conmigo. Muchas gracias


lunes, 26 de diciembre de 2022

QUIEN PASA Y QUIEN QUEDA

 




Navidad de 1920.

Saludo natalicio a los benefactores:

Había una vez un rey, un rey potente y prepotente, quien, a la cabeza de las hordas mongólicas, salió de los confines del reino y entró en los países vecinos, pasando a hierro y fuego aldeas y ciudades y llevando consigo esclavos a los pobladores que su masacre no había podido masacrar; ante su presencia, huían hasta las bestias; tras él no dejaba más que sangre, ruinas y muerte.

Hizo esculpir sus gestas en las rocas de los montes, para que su nombre y fama infundieran terror también a las generaciones por venir. Cuando sintió que se aproximaba a su fin, se hizo construir un gran mausoleo, destinado a ser su tumba eterna; las piedras eran colosales, verdaderos bloques de durísimo pedernal, excavados en el seno de montañas gigantes. Quiso que su cuerpo fuera embalsamado con esencias preciosas, para que la muerte no lo tocase; los siglos lo debían ver pasar inalterado, invulnerable también ante la muerte.

Ordenó además que en el puño le pusieran su daga y en el brazo el escudo y que le calaran la visera sobre la frente soberbia y fiera, terrible y espantoso aun muerto.

Pero su nombre no perdura entre nosotros más que en algún diccionario, en los viejos y polvorientos libros de historia, papeles inútiles para nuestros estudiantes.

Quien lee su nombre, si por casualidad lo encuentra, se pregunta, como se preguntaba el Don Abbondio manzoniano de Carnéades: ¿quién era éste?

Su nombre ya no vive entre nosotros: ¡Gengis khan! Aunque oigamos hablar de él, uno de los más grandes conquistadores del mundo, nuestro rostro no se ilumina y nuestro corazón no late.

Las lluvias y las intemperies han destruído hasta la última piedra de su monumento, y los más tenaces arqueólogos han buscado en vano entre las ruinas la tumba ya inexistente del terrible mongol.

La arena del desierto ha borrado sus rostros y el ala vengadora del tiempo ha destruído su nombre, si bien estuvo gravado en la piedra viva de aquellos mundos que vieron pasar al triunfador, que oyeron retumbar los valles a los gritos de sus asaltos salvajes y la tierra temblar y gemir bajo el pie de su elefante.

* * *

Pero una vez hubo otro rey, un rey suave y más que rey y señor, padre dulce de su pueblo. No tenía soldados y no los quiso tener nunca. No derramó la sangre de nadie, no quemó la casa de nadie. No quiso que su nombre estuviera grabado en las rocas de los montes sino en el corazón de los hombres. Un rey que no hizo mal a nadie y sí bien a todos, como la luz del sol que da sobre los buenos y sobre los malos. Extendió la mano a los pecadores, fue a su encuentro, se sentó y comió con ellos, para inspirarles confianza, para rescatarlos de sus pasiones, de los vicios y, una vez rehabilitados, encaminarlos hacia la vida honesta, el bien, la virtud.

Pasó dulcemente la mano sobre la frente febril de los enfermos y los sanó de toda debilidad. Tocó los ojos de los ciegos de nacimiento y éstos vieron, ¡y vieron en él al Señor! Tocó los labios de los mudos, y hablaron ¡y bendijeron en él al Señor!  A  los sordos les dijo: “¡Oíd!” y oyeron; a los leprosos y a los desechos de la sociedad les dijo: “Quiero limpiarlos” y la lepra cayó como escamas y quedaron limpios. Llevó al tugurio la luz del consuelo y evangelizó a los pobres, viviendo en el pueblo más mísero de Palestina.

No buscó entre los grandes a quien lo siguiera ni exaltó a los potentes de la inteligencia, del brazo o de la riqueza, sino a los humildes y a los pobrecitos, paupérrimo también él. “Los zorros tienen su cueva y los pájaros el nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde posar su cabeza”. Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la disciplina de la mortificación, de la oración, del trabajo, para fortalecerlos en la vida del espíritu. Se mortificó, rezó, trabajó largamente, santificando así, con sus manos y con su vida, el trabajo.

De aspecto simple, amaba la pureza, reacia a cualquier adorno; era tal la santidad de su vida y de su doctrina, que hubiera bastado para demostrar que era el enviado de Dios. Sus ojos y su frente estaban iluminados por tanta beatitud celestial que ninguna persona honesta podía sentirse infeliz después de haber visto su rostro.

A quien le preguntaba cómo había que vivir, respondía: “Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos; desprendeos de lo superfluo para darlo a los pobres y si queréis ser perfectos renegad de vosotros mismos, abrazad vuestra cruz y venid, ¡seguidme!”.

A la muchedumbre que lo rodeaba para escucharlo o porque una estupenda virtud curativa emanaba de Él, le decía palabras de sobrehumana dulzura y de vida eterna: “Os doy un nuevo mandamiento: amaos recíprocamente en el Señor y haced el bien a quien os hace el mal”.

De los niños dijo que sus ángeles ven siempre el rostro de Dios y que será bienaventurado aquél que sea siempre niño en su corazón, que sea puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a los niños con un amor altísimo y divino, tanto que gritó, si bien nunca alzaba la voz: “¡Ay de aquellos que escandalicen a los inocentes...!”

Multiplicó el pan, pero no para sí sino para las muchedumbres. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, y lloró sangre. Secó las lágrimas de muchos y de muchas almas perdidas.

Dijo a los cadáveres: “¡Levantaos!” y a esa voz omnipotente la muerte fue vencida, los muertos resucitaron a nueva vida. Tenía para todos una palabra de perdón y de paz; a todos infundió un soplo de caridad restauradora, un rayo vivificante de luz, superior, divina.

Inicuamente perseguido y traicionado, aun en la cruz invocó del Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros que lo habían crucificado. El, que había hecho volver a poner la espada de Pedro en la vaina, que no había derramado la sangre de nadie, quiso dar toda su sangre divina y su vida por los hombres, sin distinción de judío, de griego, de romano o de bárbaro: ¡verdadero rey de paz, Dios, Padre, Redentor de todos!

Quiso morir con los brazos abiertos, entre el cielo y la tierra, llamando a todos –ángeles y hombres– a su Corazón abierto, desgarrado, anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, todos, todos: ¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos!

No, Jesús no quiso construir un monumento fúnebre, como Gengis Khan, como los antiguos reyes; sin embargo, por todas partes se ve levantarse al cielo, en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos, una casa consagrada a su memoria; aun allí donde no hay moradas humanas, en las nieves eternas, se alza la capilla –tal vez una pobre choza muy parecida a la gruta de Belén–, y  sobre ella, solitaria, hay una Cruz que recuerda la obra de amor y de inmolación de Jesucristo Nuestro Señor. ¡Esa Cruz habla a los corazones del Evangelio, de

la paz, de la misericordia de Dios hacia los hombres...!

¡No me vencieron sus milagros ni su resurrección, sino su Caridad, esa Caridad que ha vencido al mundo!

* * *

CRONOLOGIA ORIONINA

  1919, 27 de diciembre, sábado: Inauguración del Instituto del Sagrado Corazón de San Severino Marche (Macerata), para la asistencia a los huérfanos y la formación profesional. [Cf. Escritos 71,53; PODP, enero-febrero de 1926, 7].

1931, 27 de diciembre, domingo: Apertura del Colegio Santa Caterina, en Tres Algarrobos, Buenos Aires (Argentina), confiado a las Hermanitas Misioneras de la Caridad. [Cf. PODP, febrero de 1932, 7-8; ADO, Registro de Viviendas del PSMC].