El joven Orione a pesar de no haber podido ver al
Papa, ni de lejos, vuelve a Tortona con el corazón lleno de amor al Papa y a la
Iglesia. Y lo proclama a los cuatro vientos, a quien quiera oírlo. Pero hay quien
no quiere oír: un día da una charla y hablando del enfrentamiento entre el
Estado y la Iglesia y las ofensas al Papa dice cosas que nadie se animaba a
decir en voz alta. Son palabras fuertes las suyas, pero verdaderas.
Alguien se encarga de ir a ver al obispo con quejas y
más quejas: que los niños molestan, que rompen vidrios y lo destruyen todo; en
resumen: que hay que neutralizar a ese peligroso seminarista.
La táctica
parece producir sus efectos; Mons. Bandi, aunque aprecia sinceramente a su
joven seminarista, considera conveniente enfriar la cosa. Clausura el Oratorio
por un tiempo... Luis, con el alma en tinieblas, obedece prontamente. En un
rapto de confianza -y desafío a las oscuras fuerzas que parecen ganar la
batalla- toma las llaves del oratorio y las pone entre los dedos de quien ha
sido maternal testigo de la breve, pero intensa vida del oratorio: la estatua
de la Santísima Virgen que domina el patio del palacio episcopal.
Luego sube lentamente a su cuarto, mira con honda
tristeza el despoblado patio de su oratorio y llora en secreto, hasta que lo
gana el sueño. También en esta circunstancia tendrá un significativo sueño: ve
esfumarse toda la geografía familiar de su Tortona natal y su mirada abarca una
llanura inmensa poblada por multitudes de niños, jóvenes y ancianos, de todas
las razas y color de la piel; acompañados por religiosos, religiosas,
sacerdotes, seminaristas.
En lo alto del cielo, dominándolo todo, una hermosa
Señora sonriente con el Niño en brazos. La Señora de aire maternal cubre a la
muchedumbre con un inmenso manto celeste que se pierde en el horizonte. Y
entona un canto: el del Magnificat2; y toda esa colorida muchedumbre le
responde a coro, como el apacible estruendo del mar.
Se había adormecido en medio de las lágrimas, se
despierta con el corazón lleno de paz: la Santísima Virgen le había
preanunciado que estaría siempre junto a él, a sus iniciativas apostólicas,
protegiéndolo; y que llegará a ser el Padre de infinidad de misioneros por
todos los caminos del mundo