La partida de Don Orione para América Latina
(1934-1937)
El
24 de septiembre 1934 llegó la partida de Don Orione para América Latina .
Era la hora de la partida. Don Orione debía
embarcarse en el "Conte Grande", junto con Don Cerasani, Don Felici y
Don Lorenzetti.
con él también sor María Pazienza, superiora general de las Pequeñas
Misioneras de la Caridad, y el Card. . Eugenio Pacelli (futuro Pío XII),
Pontificio Legado del XXXII Congreso Eucarístico Internacional en
Buenos Aires. y
varios obispos y muchas personalidades diplomáticas de alto rango [Cf. Escritos 36.147; 103.252; PODP, octubre de 1934,
1-10]. (...)
"La nave se separa del muelle lentamente,
como a pesar suyo... Son las 11 horas del 24 de setiembre de 1934", escribía entonces Don Orione.
ya había estado en 1921. Tampoco allí había pasado inadvertido
este cura no clasificable, emprendedor, con maneras a veces explosivas, que no
usa medias palabras cuando se trata de denunciar los abusos y la injusticia
social y predica que la verdadera revolución se hace de rodillas ante el
tabernáculo.
En Brasil había dejado atónito al clero local con su “pastoral de
los negros”. Una vez más se había adelantado simplemente a su época. La que había
insistido para que fuera era una hija espiritual suya, la madre Teresa Michel,
otra “loca” como él, que no le iba a la zaga en lo tocante a la fe en la
Providencia y a la que don Orione estaba agradecido por haber recibido consejos
y consuelo en circunstancias difíciles .
Esta vez en la nave “Conte Grande” que
lo lleva a Argentina está también el futuro Pío XII, que va al país
latinoamericano para el Congreso eucarístico internacional. El cardenal
Pacelli, durante la travesía tuvo modo de manifestarle su estima. Don Orione
conocía a su hermano, el abogado Francesco Pacelli, que había tomado parte en
las negociaciones oficiales del Concordato. Pero “el confesor del Conte
Grande”, como le llamaban en la nave, reacio a las glorificaciones, al llegar a
Buenos Aires vio un panorama enorme de miseria.
Recuerda don Dutto: «Comienza a
rebuscar en los tugurios, en las callejuelas, en los barrios bajos, en busca de
impedidos, lisiados, incurables, alcoholizados, dementes: los elige como sus
patronos, les lava con sus manos las heridas, los sirve».
En Buenos Aires va a
vivir en la calle Carlos Pellegrini, en una casa que le regaló una dama, y que
él comparte con un ex cura, un niño sordomudo con su hermana enferma y su madre
viuda. A la puerta de esta casa llega la gente más variada: pobres,
latifundistas, profesionales, religiosos, militares.
En 1936 pasa una temporada
en la casa Jacques Maritain. En ella tiene reuniones con el arzobispo Copello,
con el nuncio, e incluso se entrevista con el jefe de Estado. Sus noviciados,
sus casas, se abren una tras otra, como si nada, como florecen siempre las
obras que deja a su paso: un gesto concreto, una respuesta inmediata, una
intuición, un encuentro, una circunstancia azarosa, y se realizan con el dinero
que parece salir directamente de la barba de san José y de los bolsillos de
esos ricos que llenos de confianza ponen al seguro su dinero en sus bolsillos
rotos.
En aquella tierra de amplios espacios y vastos horizontes, parece haber
echado raíces y no atiende a los que cada vez más insistentemente le invitan a
volver a Italia. Impertérrito sigue abriendo puertas. Pide más personal. El
bueno de don Sterpi, que desde la otra parte del océano dirigía la
Congregación, no sabe dónde echar mano, y le suplica e implora que vuelva. Además
comienzan a soplar vientos de guerra y hay problemas con el obispo de Tortona.
Al final, tras agotar todas las argumentaciones convincentes, le escribe:
«Aunque mucho estimo sus cartas, le ruego que no me vuelva a escribir, porque
dándome noticia siempre de nuevas casas, usted me mata».
En tres años recorre
una distancia diez veces superior a la que hay entre Italia y Argentina,
«rogando al Señor que multiplique Sus obras», en una inmersión continua en la
realidad que no conoce obstáculos: «¡Ojalá tuviera cien, mil brazos y llegar
allí donde nadie quiere!», y dar vida a ese fuego que indomable le quema
dentro.
Argentina no lo olvidará nunca. Un cura y basta