En la Congregación, los "ermitaños del Divina
Providencia" y los "misioneros ad gentes" encarnan en forma
radical contemplación y misión, las dos partes esenciales de toda vocación
consagrada "para seguir a Cristo más de cerca” (Perfectae Caritatis, 1).
Esta consideración me surge espontánea en el momento
en que estoy a punto de escribir esta carta circular "Hasta los extremos
confines de la tierra" que tratará de la misión y de las misiones, de
misioneros y de proyecto misionero de la Congregación. Los misioneros
contribuyen a fortificar el dinamismo espiritual y apostólico de la
"misionariedàd" que “es innata al corazón mismo de cada forma de vida
consagrada" (Vida consecrata, 25) y que da sentido, crecimiento y movimiento
a toda la Congregación.
¿Cómo se coloca esta carta circular en el contexto de
los esfuerzos para "reavivar el don de Dios que está en nosotros"
(2Tm 1,6), “hijos de un santo"?
Como religiosos, estamos y tenemos que permanecer
"en el centro y en primera línea" de la vida de la Iglesia. Guiados
por las preguntas "cuál amor al Papa" y con "cuáles obras de
caridad" hemos ido a las surgientes de nuestro carisma orionino para
encontrar energía, luz y creatividad en responder hoy a las situaciones
sociales y eclesiales nuevas, diferentes, cambiantes. En esta carta, queremos
reflexionar sobre la misionariedad que se nutre del "Charitas Christi
urget nos" y de la pasión por las "Almas que anhelan a Cristo".
Sin
misionariedad, la vida espiritual, la vida comunitaria, el amor al carisma y la
congregación y hasta las mismas "obras de caridad" se replegarían
sobre ellas mismas. La misionariedad es la sal, es la levadura de la vida de un
consagrado. Es el objetivo, el destino, el término ad quem. Si no se progresa
en la misionariedad se retrocede en la vida religiosa. “Non
progredi regredi est".
Fuente: Don Flavio Peloso