César Pisano - éste es su nombre y apellido - nace en Pogli de Ortovero, pequeño pueblo en la llanura de Albenga (Savona), el 24 de febrero de 1900. Fue bautizado el 3 de marzo siguiente. (1)
Es el primero de cinco hijos, cuatro varones y una hembra, de una familia cristiana, robusta y trabajadora. El papá, César, panadero, vivió por mucho tiempo lejos del pueblo, emigrado a Sudamérica - lo seguirá después también el hermano Adolfo - para proveer de mejores condiciones a la familia. La ausencia del padre de la familia se hace sentir. Fray Ave María muchas veces le pedirá que vuelva a casa definitivamente. Le escribe en 1927: "Oh, querido papá, vuelve a la familia y no te alejes más, y díselo a los hermanos también, que vale más la paz que se respira en el seno de una familia cristiana que todas las riquezas del mundo". (2)
La conducción de la familia gravita, de este modo, toda en su mamá Serafina: mujer fuerte, inteligente y sensible, ella se echa encima el cuidado de la familia con no pocos sacrificios. No se tienen muchas noticias de aquellos primeros años de César Pisano. En las cartas sin embargo encontramos que fue aquella sobria cotidianeidad sobre la que se fue tejiendo su personalidad: familia, escuela, Iglesia, juego, trabajo.
César crece bueno, vigoroso y vivaz; hace de monaguillo. Y se hace amigo del párroco Don Juan Favara estimado por todo el mundo por sus dotes sacerdotales. A los nueve años hace la Primera Comunión y, justo después, el 12 de julio de 1909, recibe el sacramento de la Confirmación. Es un muchacho de inteligencia despierta y aplicado en la escuela que frecuenta primero en el pueblo y después en el Instituto Sagrado Corazón de Albenga. Al inicio de los estudios técnicos se gana una bolsa de estudio. En suma es un muchacho que promete bien. Hasta los 12 años su vida es igual a la de tantos de sus coetáneos.
El 1 de noviembre de 1912 ocurrió el hecho que condicionará toda su vida. Cuando Fray Ave Maria hable después de sí mismo hará que su vida comience propiamente desde "aquel día": un compañero de juegos, Bartolomeo Vignola ("Tumelin"), con una descarga de fusil, que creía descargado, lo dejó irremediablemente ciego.
Es el día de Todos los Santos y el abuelo invita a César a acompañarlo a la Iglesia y después al cementerio para recordar a los muertos. Pero el muchacho prefiere ir a jugar al bosque vecino junto a su amigo "Tumelin". En una cuadra abierta encontraron un fusil. Curiosidad, aventura e ingenuidad para inventar una nueva diversión. Se intercambian alegremente el rol del juego. "¡Dispara, dispara, que yo no tengo miedo!", grita César alargando los brazos preparado ya para "hacerse el muerto". Y Bartolomeo apretó el gatillo. "¡Mamma...!": y el grito se vuelve tragedia. (3)
Es fácil imaginar la reacción que se produjo en los primeros largos e interminables días y meses de curas e intentos inútiles, por devolver la luz a los ojos de César irremediablemente hundidos. "Fue mi hermano quien me dijo que no tenía ya los ojos. Estuve un mes en el hospital. El doctor a mi padre, vuelto de las Américas, que le pedía noticias, le respondió que se necesitaba un milagro. Lo dijo en mi presencia: estaba desesperado… ¿Os recordáis - escribe a la madre, cuarenta años después - cuando en el hospital de Porto Maurizio no sabía todavía que estaba ciego y sollozando os decía que le dijerais al profesor que se diese prisa a quitarme las vendas de los ojos porque estaba cansado de estar en la oscuridad?". (4) El afecto por el que César estaba rodeado no podía colmar la repentina y desoladora soledad. Se rompía un pasado y aún más se rompía, de ello estaba convencido, también su futuro. "Con la vista, poco a poco, perdí también la paz y la fe. Creía que este mundo estaba a merced de una gran mente caprichosa, cruel e injusta". (5)
¡Ciego!
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