Vuelve a la mente un detalle, que puede hacer sonreír pero
que expresa mejor este pensamiento. El 4 de noviembre de 1932, día de San
Carlos, estábamos reunidos –estudiantes de filosofía y de teología– en el
augusto refectorio de la Casa Madre de Tortona para hacerle un poco de fiesta a
Don Sterpi. Es notorio cómo él sufría –aún agradándole por los sentimientos que
la inspiraban– aquellas manifestaciones de afecto y aquellos inevitables
elogios que nuestra juvenil retórica –toda sinceridad y calor– le dirigía.
Entre otros, habló el estrambótico y jocoso de Don Mussa:
con gran arrojo comenzó sus palabras y luego, con un fuerte giro, dijo,
dirigiéndose al festejado:
“¡Sterpi! ¡Sterpi!… ¿nos permites que te lo digamos?…
¡Sterpi! ¡qué feo nombre! ¡Sterpi! ¡qué feo nombre!… e insistía.
Don Sterpi –con la cabeza sobre la mitad de la espalda, la
boca cortada por una sonrisa esperaba a donde iban a terminar esas palabras;
miraba a Don Orione. Nosotros, buen milagro, estábamos silenciosos, a su vez
llenos de curiosidad y un poco mortificados por el audaz y casi irrespetuoso
vocabulario del acalorado orador. Este recomenzó imperturbado:
–¿Quieres, Padre, que hoy, por ser tu onomástico, te lo cambiemos?…
Te daremos un nombre más hermoso, más digno de ti… te
llamaremos: “prado”… ¿Estás contento?…”
Don Sterpi abrió, como pudo, toda su sonrisa. Nosotros
estallamos en un prolongado, consenciente aplauso, mientras Don Mussa,
continuando, daba precisas motivaciones a su propuesta: y en que allá con
nosotros, ese día, estaba toda la Obra, para confirmar que ningún elogio era
más correspondiente a la verdad, sincero y merecido, que aquel…
Sin duda, quedándose en el simbolismo del prado, cada uno de
los Hijos de la Divina Providencia presentes y ausentes, habría podido agregar
la flor del testimonio personal hasta demostrar que aún más exacto y justo habría
sido hablar de “jardín”…
Junto a Don Sterpi, rodeado de un tupido grupo de
superiores, Don Orione sonreía, señalando fuertemente que “sí” con la cabeza:
también el estaba de acuerdo en que, lo que habían dicho quienes intervinieron,
era verdad. Vivir con los Santos y colaborar con ellos no es precisamente una
cosa muy fácil. Los Santos son siempre hombres de excepción, innovadores,
audaces, inquietos y –para expresarnos– desprejuiciados en el bien, siempre
“revolucionarios” a su vez, seguramente no siempre a la medida de quien los
flanquea, los sigue, los quiere imitar, especialmente cuando ello comporta
renuncias no comunes, sacrificios y mortificaciones.
La
sonrisa de Don Orione, también en aquel día, certificaba
–aunque la humildad tal vez le impedía pensar en lo que aquí se dice
–que su
fidelísimo Colaborador había sabido comprender y revivir en sí su vida
íntima
de hombre de la caridad– proyectado para alivio de todas las miserias
del
cuerpo y del espíritu– que había sabido mantener el paso detrás de él en
el
surco de las iniciativas benéficas, de su apostolado; y sobre todo que
la vida
de Don Sterpi había sido no una inerte renuncia a la propia
personalidad, sino
una abierta voluntad de conformarse con él a los proyectos de la
ProvidenciaComo bien sabemos, Don Orione no derrochaba elogios a sus
religiosos: decía la palabra suficiente para hacer resaltar méritos o
impulsar
iniciativas; por lo demás dejaba que, del bien realizado por cada uno,
fuese
testigo el Señor y que la alabanza última venga luego del “venite
benedicti del
Padre mío”… (Sean bendecidos por mi Padre).
Por eso, además de la confidente deferencia y la
fraterna consideración que mantenía con Don Sterpi –la amistad “verdadera y
sincera”, son sus palabras, “nutrida por cincuenta años hacia él”–, el Fundador
ha dejado pocos y breves elogios escritos. Entre ellos, los dos tomados aquí para
comentar, que evidencian dos prerrogativas: “el continuador según su corazón “y
el” una verdaderamente una”.
GRACIAS, SEÑOR! EL CONTINUADOR SEGÚN
MI CORAZÓN YA ME LO HAS DADO…” Don
GIOVANNI VENTURELLI
Después de Dios, de la Santa Virgen y de la Santa Iglesia,
los confío a
Don Sterpi, y se de ponerlos en buenas manos.
Tengan plena confianza en El; que bien se la merece.
Si Dios me dijera:
–Te quiero dar un continuador que sea según tu corazón–,
le respondería:
–Deja, oh Señor, porque ya me lo has dado en Don Sterpi.”
(Carta desde Argentina, 4 de noviembre de 1934)
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