Cristo no tenía soldados y nunca quiso tenerlos. No derramó la sangre de nadie, ni le quemó la casa a nadie. No le interesaba que su nombre estuviera escrito en las piedras de las montañas sino en los corazones de los hombres! Este rey no hizo mal a nadie; hizo el bien a todos, como la luz del sol que ilumina a buenos y malos. Tendió la mano a los pecadores, salió a su encuentro, y se sento a comer con ellos para inspirarles confianza, rescatarlos de sus pasiones y vicios, y orientarlos, una vez rehabilitados, a una vida honesta, al bien, a la virtud.
Apoyó su mano con dulzura sobre la frente febril de los enfermos, y les curó toda dolencia.
Tocó los ojos de los ciegos de nacimiento y pudieron ver, descubriendo en él al Señor!
Tocó los labios de los mudos y hablaron, y bendijeron en El al Señor! a los sordos les dijo:"oigan", y pudieron oír; a los leprosos y marginados: "quiero limpiarles" (Mt 8,3), y les desapareció la lepra y quedaron limpios. Llevó la luz del consuelo a los tugurios y evangelizó a los pobres viviendo en el país más miserable de Palestina.
No buscó seguidores entre los grandes, ni exaltó a los poderosos (intelectuales, autoridades, ricos) sino a los humildes y pobres, siendo El mismo sumamente pobre. "Las zorras tienen guaridas, decía, y los pájaros su nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza" (Mt 8,20). Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la disciplina de la mortificación, de la oración y del trabajo, para fortificarlos en la vida del espíritu. El mismo les daba el ejemplo, mortificándose, rezando y trabajando mucho, santificando así el trabajo con sus manos y con su vida.
De aspecto sencillo, amante de la higiene pero sin acicalamientos; la santidad de su vida y de su doctrina era tan grande que hubiera bastado para mostrarlo como el Enviado de Dios. En sus ojos y en la frente se reflejaba una bienaventuranza celestial tan grande que ninguna persona honesta podía sentirse triste después de haber visto ese rostro.
A quien le preguntaba cómo había que vivir le respondía: "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo; vende lo que tienes y dalo a los pobres, y si quieres ser perfecto, niégate a ti mismo, toma tu cruz, y ven y sígueme... (cf. Mt 19,21).
A las multitudes que lo rodeaban para escucharlo, o porque salía de El una maravillosa virtud de sanación, les decía palabras de extraordinaria dulzura y de vida eterna: "Les doy un mandamiento nuevo: ámense unos a otros en el Señor y hagan el bien a quien les hace el mal" (Jn 13,34; Mt 5,44).
Sobre los niños dijo que sus ángeles ven siempre el rostro de Dios y que será feliz el que se mantenga siempre niño en su corazón y puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a los niños con un amor sublime y divino tanto que, aunque nunca alzaba la voz, llegó a gritar: "Ay de aquéllos que escandalizan a los inocentes..." (cfre Mt 18,6).
Multiplicó los panes, pero no para sí sino para la gente. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, lágrimas de sangre! Enjugó, en cambio, las lágrimas de tantos y de tantas almas perdidas.
Mandó a los cadáveres que se alzaran, y ante esa voz omnipotente que decía: "Alzate", la muerte fue vencida y los muertos resucitaron a una vida nueva. Para todos tenía una palabra de perdón y de paz; sobre todos alentó un soplo de caridad restauradora, e emitió un rayo vivificante de luz sublime y divina!
Perseguido y traicionado inicuamente, desde la cruz invocó al Padre celestial con gran voz pidiendo perdón por los bárbaros que lo habían crucificado. El, que había ordenado a Pedro que guardara la espada en la vaina y que no había derramado la sangre de nadie, quiso dar toda su sangre divina y su vida por los hombres, sin distinción entre hebreo, griego, romano o bárbaro: verdadero rey de paz: Dios, Padre, Redentor de todos quiso morir con los ojos abiertos, suspendido entre el cielo y la tierra, llamando a todos - ángeles y hombres - a su Corazón abierto, traspasado: anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, todos, todos: Dios, Padre, Redentor de todo y de todos
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