"Ayudar al pueblo, mitigar sus dolores, devolverle la salud. Debe estar en nuestro corazón el pueblo. La Obra de la Divina Providencia es para el pueblo. Basta de palabras, están llenos los bolsillos de ellas. Lo milagroso será poder devolver a las muchedumbres la fe que tuvieron, reconducirlas al Padre, a la Iglesia".
Don Orione pudo encender, en medio de situaciones históricas desafiantes, el fuego de la caridad. En efecto, su entrega incondicional lo convirtió en signo de una humanidad nueva, inaugurada por el mismo Jesús y, ofrecida a los hombres y mujeres de todos los tiempos.
Su trabajo constante y sus creativos emprendimientos en el ámbito de la educación y la promoción humana, fueron el instrumento de la Providencia al servicio de la humanidad más desamparada, y el testimonio concreto de una Iglesia más cercana al pueblo, que quiere expresarse más por las obras que por los discursos.
La Obra Don Orione, como parte de la comunidad eclesial, hace suya la misión evangelizadora que iniciara el Fundador, de estar junto a los pobres para construir desde allí una nueva sociedad, poniendo a Cristo en el centro.
Si a lo largo de su vida Don Orione demostró predilección por los pobres, cuánto más cuando se trataba de los más pequeños. Seguramente la pobreza vivida en su propia infancia, le daría una mirada más aguda para compadecerse de esa realidad.
Ya, desde seminarista, no admitía ver chicos en la calle, dando vueltas sin educación o sin alimento, de allí que sus primeras acciones fueran claramente destinadas a ellos: oratorios, colegios, colonias agrícolas, escuelas de arte y oficio.
Cuando abrió el primer colegio para chicos pobres en 1893, supo perfectamente que, antes que nada, debía dar de comer. De hecho aquellos primeros cuarenta niños provenientes de la más extrema miseria, traían consigo serios problemas de desnutrición. Y era Don Orione en persona quien se ponía a servir las mesas mientras les daba ánimo: “Coman muchachos, que pan y pasta hay toda la que quieran”.
Mayor compasión aun despertarían en él las víctimas de los terremotos producidos a principios de siglo XX en las ciudades italianas de Messina o La Mársica, o las terribles consecuencias de guerra. Allí, sus oídos, que de por sí ya estaban atentos, duplicarían su capacidad de escucha ante los gemidos de aquellos que –habiendo tenido la suerte de sobrevivir- morirían de hambre o frío.
Ya, cuando vislumbraba el ocaso de su vida, y le aconsejaban fervientemente que fuera a vivir a un lugar mucho más cuidado, decía con absoluta sinceridad: “Soy un pobre hijo de la tierra, mi padre era picapedrero, toda mi familia era pobre; si debo salir de aquí, quiero ir a morir entre los pobres… Quiero morir rodeado de aquellos niños que no tienen a nadie”
Tal vez, no dio soluciones estructurales a los males que sufrían los niños de su tiempo, pero sí supo dar respuesta a esas necesidades y urgencias, y desde lo más concreto: casa, techo, plato de comida, educación… lo que se dice un amor de esos que no se quedan en meras palabras.
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