Para él ya no existían fronteras, razas, límites o
divisiones, solo existía un amor infinito, una caridad suave y serena que
sanaría todos los corazones, el sueño de Dios Padre para todos sus hijos.
VINE A ARGENTINA CON LA INTENCIÓN DE EDIFICAR UNA
IGLESIA A LA VIRGEN, PERO LA VIRGEN FUE MÁS DILIGENTE QUE YO Y ME LA DA YA
HECHA.
Los
primeros misioneros
El 15 de enero de 1922 partió desde Génova otro
contingente compuesto por cinco religiosos misioneros: el P. José Zanocchi, el
P. Enrique Contardi, el P. José Montagna, el P. Carlo Alferano y el seminarista
Francisco Castagnetti. Llegaron el 1º de febrero y fueron recibidos por Don
Orione en el puerto de Río de Janeiro. Don Orione subió al barco para ocupar el
puesto del P. Alferano, quien descendió y se trasladó a la casa de San Pablo a
la que había sido destinado.
De esta forma, Don Orione vuelve a asumirse como padre
de sus religiosos, acompañando a los misioneros hasta Argentina Les mostró las
obras ya establecidas: la iglesia de Victoria, con una escuela de “artes y
oficios” y un hogar en Marcos Paz (provincia de Buenos Aires). Con ellos fue,
para quedarse, el seminarista José Dondero.
Esta vez Don Orione se quedó más de tres meses en
nuestro país y escribió numerosas cartas a las demás casas inauguradas en Latinoamérica. Por medio
de sus escritos estaba cercano y presente con todos. Pero a la vez, desde
Italia reclamaban por su regreso.
Como allí hacía falta su presencia decidió ir
preparando su viaje de retorno. El 19 de marzo de 1922 nombró al P. José
Zanocchi su representante para las comunidades de Latinoamérica y el 13 de mayo
partió de Argentina. El 18 de junio, durante la navegación, escribió el
inolvidable himno a la caridad: “Anhelo cantar el cántico divino de la caridad,
pero no quiero esperar a cantarlo cuando me vaya al Cielo. Por tu infinita
misericordia te suplico, oh Señor y Padre nuestro de mi alma, me concedas la
posibilidad de iniciar este cántico desde la tierra; aquí, Señor, ante este
amplio horizonte de aguas y cielo, desde este Atlántico que me habla de tu
poderío y tu bondad...”. Era un canto de alegría desbordante por lo vivido
entre los más pobres, por haber podido llegar a tantos corazones con la luz de
la fe. Era el canto de un hombre de Dios conmovido ante la necesidad de sus
hermanos, convencido de que no se puede esperar para hacer el bien, que “ahora”
es el tiempo oportuno para “centrarlo todo en Cristo” (Ef 1, 10). Era el canto
esperanzador de aquel que sabe mirar lo que viene y hacer todo lo necesario
para que suceda
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